Dentro de 9 meses los españoles tendremos una nueva cita con las urnas, elecciones municipales y autonómicas. Hasta entonces seremos bombardeados con toca clase de propuestas, mensajes, críticas y programas. Asistiremos a un espectáculo político encaminado a obtener nuestro voto y presenciaremos el empleo de toca clase de trucos y tácticas, decentes e indecentes, para lograrlo.
De los programas electorales poco se puede esperar. Pocos los leen y los políticos no se esfuerzan demasiado en hacerlos llegar a los ciudadanos. Les basta con enunciar cuatro o cinco propuestas estrellas y poco más. Pesa mucho aún en la conciencia colectiva la máxima del profesor Tierno Galván de que “los programas están hechos para no cumplirlos”. Por tanto, poco puede esperarse de los contenidos programáticos a la hora de determinar el voto.
Junto a los programas aparecen los candidatos, los políticos que se esforzarán por mostrar su cara más amable y se pasearán pos plazas y mercados mezclándose con los ciudadanos para aparentar cercanía e identidad, aunque no sepan cuanto cuesta un café con leche.
Si los programas pueden ser solo aproximadamente indicativos del rumbo que los políticos pretenden tomar, se puede y se debe tomar como referencia los antecedentes del candidato y lo que es más importante, lo que realmente piensa, es decir, sus principios y valores. Los antecedentes del candidato, su experiencia, su vida pueden claramente anunciarnos cómo se va a desenvolver cuando asuma responsabilidades de gobierno. Sin embargo, siendo quizás mucho más importante, hoy en día es mucho más difícil saber qué piensa un candidato, en qué cree y en qué no cree.
Gobernar es liderar desde unos determinados presupuestos ideológicos y, paradójicamente, en la era de la comunicación global los ciudadanos tenemos muy difícil saber qué presupuestos ideológicos tiene un determinado político. A grandes rasgos y en sintonía con su partido político podemos imaginarlos, pero no los podemos conocer a ciencia cierta. Y ello es así porque lamentablemente los principios y los valores de un político y de los partidos quedan relegados en función de las tendencias del mercado electoral. Hoy es infrecuente encontrar políticos que ejerzan un verdadero liderazgo, es decir, que expresen públicamente sus principios y valores para, desde los mismos, convencer y ejercer de guías de la sociedad. Al contrario, lo que prima son las tendencias y corrientes de pensamiento que las encuestas señalan como mayoritarias en la sociedad. Al fin y al cabo, el político quiere el poder y si para lograrlo tiene que ocultar lo que realmente piensa sobre cuestiones fundamentales lo hará. Manda el mercado, mandan las encuestas y manda lo políticamente correcto. Por ello, quizás las diferencias entre los partidos políticos parecen cada vez menores, todos tratan de nutrirse del mismo granero de votos y la victoria electoral se consuma en un estrecho margen de votos que raramente supera el 5 % del electorado. Por tanto, hoy es muy difícil saber qué principios y valores defiende cualquier político en temas muy importantes. Hay una cierta uniformidad en el catálogo de políticos y aspirantes realmente preocupante.
Aún siendo difícil la tarea de tratar de conocer quién es un determinado aspirante, qué piensa realmente sobre inmigración, paro, terrorismo, aborto, familia, impuestos, etc. y qué va a hacer en caso de resultar elegido, hay ciertas líneas rojas que en el caso de ser traspasadas pueden servir para descartarlo cuando llegue el momento de elegir. En el ámbito de la política local es quizás mucho más fácil poder establecer los parámetros en los que un candidato se mueve, pues la proximidad y la cercanía facilitan su conocimiento.
Cuando el interés del candidato no se centra en las necesidades del vecino, en la persona, en el ser humano que tiene problemas y necesita ayuda y su discurso se pierde en grandes objetivos e ideales lejanos, es descartable. Cuando la vida privada del candidato es ostensiblemente incoherente con los principios y valores que se supone debe representar, es descartable. Cuando el candidato centra sus esfuerzos en la consecución de determinados objetivos con independencia de los medios para alcanzarlos, es descartable. Y cuando el discurso del candidato huye permanentemente del compromiso y cambia plegándose en la dirección del viento dominante es claramente descartable. Sé que es difícil determinar en muchas ocasiones la concurrencia de estas cuatro situaciones, pero yo, al menos, lo tengo claro a pesar del peso que puede tener la fidelidad a unas determinadas siglas. Prefiero no votar, antes que tener que otorgar mi confianza a alguien que ha traspasado claramente alguna de las líneas anteriores.
Santiago de Munck Loyola