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miércoles, 13 de febrero de 2013

La clase política, la tercera preocupación de los españoles.



Durante las últimas semanas, la corrupción se ha situado en el primer plano de la agenda política y en titular permanente de los diferentes medios de comunicación. Este protagonismo, sin duda merecido, contrasta mucho con las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos según la última encuesta del CIS: el paro en primer lugar, la situación económica en segundo y la clase política en tercer lugar. A mucha distancia se sitúa la corrupción como principal preocupación para un 5 % de los ciudadanos. Es comprensible y saludable que los medios de comunicación conviertan a los diferentes casos de corrupción en titulares de sus portadas, pero no lo es tanto que los principales dirigentes de los partidos políticos, salvo excepciones, sigan el mismo camino. La corrupción no es un fenómeno exclusivo de los partidos políticos, sino que existe en muy diferentes ámbitos de la actividad económica y social. La corrupción es, además, un problema que forma parte inseparable de la tercera preocupación de los españoles: el comportamiento de la clase política. El desapego y el hartazgo de muchos ciudadanos de la política y de los políticos no se debe únicamente por los casos de corrupción existentes, sino por actitudes y comportamientos de una parte de la clase política. Hay un desprestigio generalizado de la política y, por ello, la actuación de la clase política se ha convertido en la tercera preocupación de los españoles.

Proponer a estas alturas medidas concretas para luchar contra la corrupción no solamente es insuficiente, sino que, además, demuestra cierta ceguera o falta de perspectiva a la hora de abordar el problema de fondo. Es aplicar un tratamiento a sólo una parte del problema que es mucho mayor según percibe una buena parte de la población. El catálogo de medidas que recientemente ha propuesto el líder de la oposición, Pérez Rubalcaba, son, además de oportunistas, poco sinceras y bastante ineficaces porque no entran en el fondo del problema. Estamos viendo casos de corrupción imputables a la codicia de determinadas personas y casos de corrupción que responden a la necesidad de aplacar las insaciables maquinarias de los partidos políticos. Para los primeros, el mejor antídoto es la modificación de la Ley que rige las contrataciones de las administraciones públicas acabando con los criterios subjetivos de adjudicación existentes que permiten el uso de la discrecionalidad de políticos o técnicos. Para los segundos, además de lo anterior, es preciso reformar profundamente la ley de financiación de los partidos políticos para establecer una clara y pública contabilidad de los mismos, para acabar con las donaciones anónima y que todos podamos saber quién financia a quién y para eliminar cualquier subvención para los mismos. Los partidos deberían ser capaces de funcionar con las cuotas de sus afiliados y con las donaciones públicas recibidas y consecuentemente ajustar sus maquinarias y sus gastos a su propia capacidad de financiación. A lo mejor así, tendrían que volver a apelar al trabajo desinteresado de su militancia, al voluntariado y, con ello, se verían obligados a sustentarse en la democracia interna y en la participación de las bases.

Ha habido también quien en estos días ha ido más lejos en el problema que afecta a la imagen de la clase política, como Esperanza Aguirre. La Presidenta de los populares madrileños ha venido haciendo públicas algunas reflexiones que sí permiten aportar parte de las soluciones que habrían de impulsarse sino queremos que el sistema político se colapse. Algunas de estas ideas son interesantes y merecen ser desarrolladas. Ha hablado sobre la necesidad de que quien vaya a ocupar un cargo público haya cotizado previamente a la seguridad social, es decir, que sepa lo que es ganarse la vida por su cuenta, sin el paraguas del partido. Y tiene mucha razón. Todos conocemos a muchos cargos públicos, alcaldesa, concejales o diputados, que nunca han trabajado salvo en la política, que no saben lo que significa ganarse la vida en esta sociedad tan competitiva. No son políticos profesionales, algunos ni siquiera han sido capaces de terminar sus estudios, sino que son profesionales de la política. Sus méritos suelen ser la docilidad, el amiguismo o el parentesco. Empiezan con 23 ó 25 años a asesorar a un Ministro, como si supieran algo, y terminan sentándose en un escaño o dirigiendo un Ayuntamiento. Ahora bien, daña a la credibilidad de la propuesta cuando se formula teniendo a su lado al sonriente ex alcalde de Alcalá de Henares y diputado autonómico jugador de iPad en sesiones plenarias, Bartolomé González, que desde que tenía poco más de 20 años ha vivido siempre de la política.

Otra de las reflexiones lanzada por Esperanza Aguirre se refiere a la necesidad de implantar las listas abiertas para que los ciudadanos puedan elegir a sus representantes con más libertad y no mediante listas impuestas por los partidos. Sin embargo, de llevarse a cabo esta propuesta sin más no se cumpliría el objetivo deseado. Hoy tenemos listas abiertas en el senado y, sin embargo, los votantes señalamos con una cruz a unos candidatos impuestos por las cúpulas de los partidos políticos sin contar con la voluntad de sus propios militantes. Parece incongruente proponer más libertad al votante a la hora de elegir y no hacerlo en el ámbito interno de los propios partidos políticos. Una organización política con cientos de miles de afiliados a los que no deja pronunciarse sobre quiénes han de representarles en las instituciones públicas padece evidentemente de un déficit democrático. Sin abrir los cauces internos de participación previamente resulta insuficiente plantear las listas abiertas. Y lo mismo vales en cuanto al sistema vigente en la mayoría de los partidos para autoorganizarse: los procedimientos internos electorales van de arriba abajo y no a la inversa. Se eligen primero a los líderes nacionales, éstos después influyen para que resulten elegidos los regionales de su agrado y así hasta los locales. Con ello, todo el proceso electoral interno queda viciado.

Hay más cuestiones sobre las que se podría seguir hablando y que afectan a la mala imagen de la clase política: los privilegios fiscales, los beneficios en materia de pensiones, la falta de transparencia en sus gastos, el abuso de las instituciones públicas para la colocación de amigos o familiares, la falta de ejemplaridad de muchos, etc. Falta, en definitiva, un análisis más profundo sobre las causas que originan el desapego ciudadano hacia los políticos y la política en general. Hoy, más que nunca, cuando los problemas agobian a los ciudadanos volvemos nuestras miradas hacia quienes tienen en su mano la solución de nuestros problemas y, en muchas ocasiones, nos sentimos huérfanos porque percibimos que estamos en dos mundos, en dos realidades diferentes. Lo malo es que si no se corrigen a fondo esas causas, esos dos mundos terminarán por colisionar.

Santiago de Munck Loyola