El
año 2012 se ha ido pero no así muchos de los problemas que a lo largo del mismo
se han ido poniendo sobre la mesa del debate político. Dos de estos problemas
que figuran en lugar destacado de la agenda política del nuevo año son la
crisis económica con todos sus efectos y medidas para intentar salir de ella y
la reforma del estado auspiciada tanto por la propia crisis económica como por la
necesidad de ofrecer una respuesta a la apuesta independentista enarbolada por
los antaño nacionalistas moderados.
Parece
un hecho incuestionable que nuestro actual modelo de estado es, tanto desde el
punto de vista económico, como del político insostenible. Los resultados están
ahí, sobre la mesa, y ponen de manifiesto que tenemos un estado muy caro de
mantener y poco eficiente. Los distintos estudios de opinión hechos públicos en
los últimos tiempos señalan que una gran parte de los ciudadanos cuestiona el
actual modelo y su propia viabilidad. Y junto a ello sigue creciendo el rechazo
hacia buena parte de la clase política que lo gestiona. Es indudable que cuatro
y, a veces, cinco administraciones superpuestas son muy caras de mantener y, no
sólo eso, sino que, además, obstaculizan la vida del ciudadano y su proyección
y movilidad económica. Sin ir más lejos, la semana pasada se hacía público un
estudio según el cual la maraña de legislaciones que se han ido tejiendo desde
las diferentes administraciones supone una barrera para la creación de riqueza
y de empleo y que el impacto sobre las empresas supone una pérdida anual de más
de 40.000 millones de euros. Durante los últimos años, nuestro mercado interior
se ha ido fragmentando gracias a la hiperproducción legislativa de las
Comunidades Autónomas, siguiendo exactamente el camino contrario al emprendido
en los procesos de armonización legislativa con la Unión Europea. A este enredo
legislativo tenemos que añadir unas normas estatales que han demostrado su
incapacidad para poner freno a la corrupción económica y política, permitiendo
el nepotismo, el amiguismo y con ello la insolvencia profesional y técnica en
buena parte de los encargados de hacer funcionar la gigantesca maquinaria
administrativa. Miles de empresas públicas estatales, autonómicas o
municipales, auténtico aparcamiento en su mayoría de militantes partidistas o de familiares y
amigos de las élites de los partidos políticos constituyen un enorme lastre
para nuestra maltrecha economía del que es preciso desprenderse y que se suma a
la prolija lista de administraciones públicas y sus infinitos apéndices de toda
índole.
El
Gobierno, desde el primer día, se ha puesto manos a la obra iniciando todo tipo
de reformas pero que no abordan el problema de la configuración del estado
desde una perspectiva global y desde el imprescindible acuerdo con el principal
partido de la oposición que, por cierto, parece más ocupado en sus asuntos
internos que en tratar de ofrecer respuestas a los desafíos y a los problemas
que, en gran medida, se arrastran de su inefable gestión. El proyecto de Ley
sobre Transparencia, los proyectos de reforma de las administraciones locales,
ayuntamientos, diputaciones y mancomunidades, o las distintas medidas adoptadas
sobre reducción de entes públicos parecen parches o retoques de una estructura
estatal que funciona mal y que no se puede sostener y da la impresión de que
falta una idea clara de la arquitectura estatal, del proyecto que se quiere
desarrollar, de la dirección hacia la que hay que encaminarse.
Una
gran parte de los ciudadanos tenemos más o menos claro lo que queremos: iguales
derechos y obligaciones para todos los ciudadanos con independencia del
territorio en el que residamos, una sanidad, un sistema educativo y unas
pensiones homogéneas, movilidad laboral y económica en toda España, mayor cohesión
social y territorial, administraciones públicas más simples y eficientes, mayor
representatividad de las instituciones democráticas, igualdad fiscal en todo el
territorio nacional, menos cargos públicos, eliminación de las duplicidades,
más transparencias en la gestión, menos discrecionalidad y menos corrupción,…
Es decir, queremos lo que el sentido común dicta, pero nacen muchas dudas sobre
si se trata de lo mismo que quieren nuestros dirigentes políticos. Con toda
seguridad, alcanzar estas pretensiones resulta imposible con el actual e
insostenible modelo de Estado y no cabe la menor duda de que esta
incompatibilidad debe ser resuelta lo antes posible por la clase política. Para lograrlo, los principales partidos
parlamentarios, sobre todo aquellos con opciones de gobierno, deberían hacer un
mayor esfuerzo por alcanzar acuerdos de Estado interpretando el sentir de la
mayoría de los ciudadanos.
Si
todo lo anterior lo ponemos además en relación con el desafío independentista
lo cierto es que la situación es mucho más compleja. Y lo es fundamentalmente
porque las aspiraciones del común de los ciudadanos chocan frontalmente con los
objetivos de los movimientos independentistas cuya potente maquinaria
propagandística lleva años difundiendo realidades virtuales que han ido calando
en una buena parte de la población y siempre ante la pasividad, cuando no la
complicidad, de los principales partidos políticos españoles y de una buena
parte de los medios de comunicación. Tras la aprobación del último estatuto de Cataluña,
que por cierto no fue refrendado por la mayoría de los electores catalanes,
algunos políticos socialistas se apresuraron a preguntarse en público en qué
quedaban los negros augurios de quienes afirmaban que se rompía España. Pues
bien, aquí está el resultado: no ha pasado mucho tiempo y España se está
rompiendo. El principal partido de la oposición, el PSOE no termina de adoptar
una posición clara que sirva de referente a la hora de abordar el desafío
independentista. De una parte, los socialistas catalanes respaldan la
celebración de un referéndum sobre la independencia de Cataluña a pesar de que
no sea legal. Desde Ferraz por una parte se afirma que el PSOE no apoya la
celebración de esa consulta y, por otra, hoy mismo, el desmemoriado secretario
de organización socialista acusa al Gobierno de inmovilismo respecto a la
consulta ilegal. ¿Éso qué quiere decir? ¿Qué el Gobierno debe ser flexible y
ceder ante una ilegalidad que atenta contra la soberanía del pueblo español? ¿A
qué juegan los socialistas? Hoy por hoy, desgraciadamente el Gobierno no tiene
un interlocutor sólido y fiable en la oposición porque no existe un proyecto de
izquierdas para toda España.
Hace
pocos días, los dirigentes socialistas han vuelto a proponer la vieja idea del
federalismo como fórmula para reformar la estructura del estado. El federalismo
tiene evidentemente sus ventajas y responde a situaciones concretas con
bastante eficacia. ¿Pero piensan en serio que el federalismo va a servir para
frenar las aspiraciones de los independentistas? ¿A quién quieren engañar con
esa propuesta? Nuestro estado autonómico actual supone una descentralización
política y administrativa muy superior a la de los estados federales existentes
y si se copiase la fórmula alemana, por ejemplo, comunidades autónomas como la
catalana perderían bastantes de las competencias que actualmente gestionan.
Convertir las comunidades autónomas en estados federados con idénticas
estructuras políticas e idénticas competencias es lo último que quieren los
independentistas cuyos proclamados hechos diferenciales desaparecerían. Sacar a
pasear por la plaza el toro del federalismo no pasa de ser un hecho anecdótico
absolutamente improcedente a la hora de abordar en las actuales circunstancias los
problemas de nuestro modelo estatal y del conjunto de los ciudadanos.
Gobierno
y oposición tiene por delante una gran tarea para este año: lograr identificar
las aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos e intentar ponerse de acuerdo
con el modelo y las reformas que permitan alcanzarlas. Una gran responsabilidad
para la que habrá que confiar en que estén a la altura nuestros dirigentes
políticos, económicos y sociales.
Santiago
de Munck Loyola