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lunes, 19 de octubre de 2020

Señora Ministra de Hacienda ¡Váyase a la mierda!



¿No está harto de que se rían de usted? ¿Acaso no está hasta las narices de que le tomen por imbécil? ¿No cree de verdad que muchos políticos se pasan tres pueblos cuando se dirigen a los ciudadanos? ¿No cree que nos faltan al respeto? Sinceramente, yo sí. Ya sé que en España nos hemos acostumbrado a que los políticos nos engañen con sus compromisos y promesas electorales. Hablar de elecciones es el pistoletazo de salida de una subasta de promesas que no se cumplirán, pero lo damos por amortizado. Enrique Tierno Galván dixit “los programas electorales están para incumplirlos”.


También nos hemos acostumbrado a que nos mientan sobre sus curricula vitae. Lo que en la Europa democrática, culta y avanzada es causa de dimisión cuando a uno le pillan con el carrito de los helados, o hasta en el Brasil de Bolsonaro, en nuestra querida España es, a lo sumo, motivo de algún titular periodístico. 

Desde Roldán, pasando por Pedro Sánchez, Susana Díaz, Patxi López, Toni Cantó, Ada Colau, Bernat Soria, Elena Valenciano, José Blanco, José Manuel Franco, Óscar puente, Ximo Puig, José Montilla, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán, Pilar Rahola, Carlos Puigdemont, Tomás Burgos, Juan Manuel Moreno Bonilla, Joana Ortega, César Zafra, Javier Maroto, Javier Moragas y así hasta aburrirse existe una larga lista de mentirosos curriculares. Pues nada, que aquí no pasa nada. Mienten, engañan en su curriculum y siguen en sus puestos cobrando tan ricamente. Nadie dimite por ello, a diferencia de nuestros estirados y puritanos vecinos y socios europeos.


Nos dijeron en febrero que en España no habría más de “uno o dos casos” de coronavirus y llevamos un millón de contagiados y más de 55.000 muertos, pero no pasa nada. Un error lo tiene cualquiera y aquí no dimite nadie. Nos dijo el Sr. Sánchez hace tres meses que “habíamos vencido al virus”, que todos a disfrutar y él se fue de vacaciones y desde entonces tenemos otros 10.000 muertos, que se dice pronto. ¡Vale! Se han equivocado. Han confundido sus deseos con la realidad y no tenían la intención de engañarnos y de tomarnos por bobos.

 

Pero la gota que colma el vaso, el summum de la desfachatez y la desvergüenza, el escupitajo en nuestra cara lo acaba de protagonizar la Ministra de Hacienda, la “Portavoza” del Gobierno, ese piquito de oro a veces ininteligible que se llama María Jesús Montero. Hace un par de días la Ministra de Hacienda ha declarado "Hay un reglamento europeo el que impide que se puedan bajar de la venta el IVA de las mascarillas, no es una decisión del Gobierno de España". Reglamento europeo que por lo visto permite que en Portugal el IVA de las mascarillas se haya bajado al 6%, en Francia al 5,5% y en Holanda o Italia al 0% mientras que, en España, socialistas y Podemos, lo mantienen en el 21%, considerando por tanto a las mascarillas de las que depende nuestra salud como artículos de lujo.




Aquí solo hay dos explicaciones y una sola opción: o la Ministra de Hacienda desconoce las normas fiscales europeas, en cuyo caso debe dimitir ipso facto, o es una mentirosa sin vergüenza alguna, en cuyo caso también debe dimitir. No hay otra opción. 

Unas declaraciones públicas como ésta en otros países europeos serían auténticos terremotos políticos, serían un escandalo de primera magnitud que se saldaría, sin ninguna duda, o con la dimisión inmediata (cuando el mentiroso cazado conserva una pizca de decencia) o con el cese fulminante (cuando la pizca de decencia la conserva quien la nombró).
Pero aquí no pasa nada. Esta “ignoranta” fiscal de cuota de género o esta mentirosa compulsiva, elija el lector, ni dimite, ni es cesada, ni se va a disculpar por tomarnos a todos los ciudadanos por imbéciles, por escupirnos a la cara sus estulticias, por reírse de los españoles. 

Para ella, para los que la sostienen y para los que guardan su silencio cómplice vale todo en política y cuando digo todo, es todo. Y así nos va. ¡Señora Ministra váyase usted a la mierda!

 

Santiago de Munck Loyola

 

  

domingo, 18 de octubre de 2020

La Justicia y la anchluss socialpodemita.

Los españoles nos encontramos en medio de una guerra política en torno a la renovación nada menos que del órgano de gobierno del tercer poder del estado, el poder judicial. Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a situaciones que si las analizamos bien nos harían caer en la cuenta de lo anormal y poco democrático que resulta el hecho de que la clase política, encuadrada en los otros dos poderes del Estado, el legislativo y el ejecutivo, pugne por el control del tercer poder, el judicial, el poder que, entre otras cosas, debe controlar la legalidad de las actuaciones de los miembros del legislativo y el ejecutivo.

No le faltaba razón a Alfonso Guerra, allá por el año 1985, cuando afirmó que con la reforma socialista de la Ley Orgánica del Poder Judicial Montesquieu había muerto en España y con él la división de poderes, división esencial para caracterizar a un estado como democrático o no.

 


Lo cierto es que la poca calidad democrática de nuestro estado en este aspecto no es sólo responsabilidad de los socialistas, sino también, del Partido Popular que, una vez alcanzado el Gobierno con dos mayorías absolutas, se olvidó por completo de sus compromisos regeneradores para despolitizar a la justicia y prefirió seguir pasteleando con los socialistas el nombramiento de los miembros del Gobierno de la Judicatura, el Consejo General del Poder Judicial.

 

Para entender mejor la situación presente, conviene echar un vistazo a lo que la Constitución dice sobre la composición del Consejo General del Poder Judicial y cómo los políticos han ido interpretando la misma a través de su desarrollo mediante la Ley Orgánica correspondiente. El Artículo 122 de la Constitución dice: 

 

2. El Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno del mismo. La ley orgánica establecerá su estatuto y el régimen de incompatibilidades de sus miembros y sus funciones, … 

 

3. El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.

 

Hay que resaltar dos cuestiones importantes. Primera, que la Constitución no remite a una Ley Orgánica el procedimiento de selección de los miembros del Consejo. Segunda, que la Constitución sólo especifica que de los 20 miembros que lo componen, el Congreso designará a cuatro y el Senado a otros cuatro y que los doce restantes se designarán entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica. Es evidente que la distinción establecida entre los 12 elegidos entre Jueces y magistrados y los 8 elegidos por las Cortes implica que la elección parlamentaria no es de los 20 miembros. Y así se interpretó en el Artículo 7 de la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial: “El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte Vocales nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establece la presente Ley; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegido en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre Abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”. Por tanto, inicialmente, 12 de los 20 miembros eran elegidos por y entre los propios jueces. Sin embargo, este sistema cambió con la reforma socialista de la Ley Orgánica en 1985, modificada por la Ley Orgánica 4/2013, de 28 de junio, en la que se estableció en el Artículo 567 que “2. Cada una de las Cámaras elegirá, por mayoría de tres quintos de sus miembros, a diez Vocales, cuatro entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio en su profesión y seis correspondientes al turno judicial, conforme a lo previsto en el Capítulo II del presente Título”, pasando, por tanto, la constitución del tercer poder del estado a depender de la voluntad del legislativo y, por ende, del ejecutivo. El Tribunal Constitucional avaló esta interpretación retorcida de la Constitución con el pretexto de que así se favorecía una mayor democratización de la justicia al favorecer la representatividad de las mayorías sociales, como si el Consejo General del Poder Judicial tuviera que ser una representación en miniatura del parlamento y no el gobierno de la judicatura.

 


La exigencia de que la elección de los miembros del Consejo fuera hecha por tres quintos de las cámaras obligaba a que, al menos, se produjese un consenso entre los dos partidos mayoritarios. ¿En qué punto nos encontramos ahora? Pues que el Gobierno exige al PP que negocie la lista de vocales que han de votar las cámaras parlamentarias. El PP se niega a negociar con los dos partidos que conforman el Gobierno, PSOE y Unidas Podemos, porque el segundo es un partido imputado y el Gobierno, en respuesta, amenaza con reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial para eliminar la mayoría cualificada de tres quintos y convertirla, a la polaca, en mayoría absoluta. Y tanto el Gobierno como todo su coro de loritos periodistas se dedican a repetir que el PP actúa de forma irresponsable y en contra de la Constitución porque la renovación del CGPJ es obligatoria y lleva dos años de retraso.

 

Ya está bien de mentiras. En este asunto, como en muchos otros, la responsabilidad es compartida entre unos y otros. Si hay alguien actuando en contra de la Constitución hay que concluir que no sólo es el PP, sino todos, empezando por el Presidente del Gobierno. Y ello es así porque el ni el Gobierno, ni su Presidente pintan nada en el proceso de elección de los vocales del CGPJ. El poder ejecutivo no puede ni debe intervenir, y menos aún plantear exigencias, en una votación y un procedimiento que depende exclusivamente del poder legislativo. Por muy chuleta que sea el Sr. Sánchez y por muy matón de billar que sea su vicepresidente no pueden exigir a la oposición que se siente a negociar en los términos que a ellos les parezca conveniente. Nadie puede obligar al PP a sentarse a negociar con Unidas Podemos, con Bildu o con ERC. Y la razón por la que el poder ejecutivo carece de legitimidad para intervenir en el proceso deriva no sólo del sentido común, sino de la propia Ley Orgánica del Poder Judicial vigente que en su Artículo 568.1 señala, como es lógico, que “Los Presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado deberán adoptar las medidas necesarias para que la renovación del Consejo se produzca en plazo”. 

Si se trata de una decisión del poder legislativo es lógico que sean los presidentes de las cámaras quienes adopten las medidas necesarias para alcanzar la renovación del CGPL que en este caso pasan por la necesaria negociación entre grupos parlamentarios para alcanzar los consensos necesarios para llegar a los tres quintos de cada cámara. 

 

Es posible que sea mucho pedir a este Gobierno que trate de respetar la división de poderes, que trate de asumir que su poder y su competencia es limitado y delimitado por la Ley tanto en su espíritu como en sus formas, pero hay que seguir pidiéndoselo todos los días, así como al ejército de sumisos comentaristas y periodistas que lo jalean. Aquí no hay más incumplidor de la Constitución que un Gobierno con ansias de “espacio vital” que invade las competencias del poder legislativo para someter y conformar a su imagen y semejanza al poder judicial.

 

Santiago de Munck Loyola

viernes, 9 de octubre de 2020

La república dinamitada.


Una parte del Gobierno de España, la parte comunista-podemita, ha decidido dedicar buena parte de sus esfuerzos no a combatir las gravísimas consecuencias de la pandemia, sino a cuestionar y a atacar a la Jefatura del Estado, al Rey, al que acusan, entre otras cosas, de mantener un comportamiento no neutral y de actuar contra el gobierno, es decir, que, según ellos, una institución carente de legitimidad porque nadie ha votado al Rey, la Corona, está socavando a otra, el gobierno, que cuenta con la legitimidad de las urnas. A esta afirmación habría que responder que el Rey sí cuenta con la legitimidad de origen en el Artículo 57 de la Constitución votada mayoritariamente por los españoles y con la legitimidad de ejercicio, la que se deriva del impecable ejercicio de sus funciones constitucionales por parte de Felipe VI, mientras que al gobierno actual no lo han elegido los ciudadanos, sino los parlamentarios incumpliendo los compromisos electorales del actual Presidente del Consejo de Ministros. Pero, en esta situación lo que primero llama la atención es la falta de liderazgo del Presidente del Gobierno porque mientras él hace llamamientos continuos a la unidad para salir de la crisis, parte de su gobierno se dedica a fomentar la división y el enfrentamiento, nada menos que contra la Jefatura del Estado. Y no se trata de un hecho aislado. Todos recordamos que mientras los ciudadanos nos reuníamos en los balcones todas las noches para aplaudir a los sanitarios y demás servidores públicos que luchaban contra la pandemia durante el confinamiento, la primera iniciativa de la parte comunista-podemita del gobierno fue organizar una cacerolada contra el Jefe del Estado.


Vaya por delante que en la situación en la que nos encontramos como Nación, con la economía destruida y en recesión, con millones de desempleados, con más de 55.000 muertos y cientos de miles de contagiados y con tantos y tantos problemas que aquejan a millones de familias como consecuencia de la gestión que se ha hecho de la pandemia, no parece que sea muy oportuno abrir una crisis entre las instituciones del Estado, ni promover ahora un cambio de régimen pasando de una Monarquía a una República, salvo que de lo que se trate sea precisamente de extender una cortina de humo para eludir las responsabilidades que a los gestores de esta situación pudieran corresponderles. Es evidente que, siendo completamente inoportuna para los intereses de los ciudadanos, para quienes por otra parte la Monarquía no supone un problema según las encuestas, abrir esta polémica no debe serlo para la parte comunista-podemita del Gobierno. No abren la polémica por casualidad. La elección del momento y del contexto ha sido perfectamente calculada: lo han hecho con el Gobierno más débil de la democracia, bajo el liderazgo más espurio conocido y en medio de la más grave crisis económica y social de los últimos 80 años. Es decir, en medio de un contexto, según los politólogos, típicamente prerrevolucionario. Su error, sin embargo, es que tratan de aplicar recetas de manuales caducos en medio de una sociedad mucho más madura de lo que ellos suponen.

 

Y resulta especialmente llamativo que los argumentos de los comunistas y podemitas para defender sus ataques al Rey pasen por descalificar a los que le defienden y que dichos argumentos no sólo sean sostenidos por periodistas y comentaristas apesebrados en las televisiones públicas, sino también sean “comprados” por otros supuestamente independientes. Dice el Sr. Iglesias que la reacción de los constitucionalistas defendiendo al Rey en realidad le perjudican, que dañan a la Monarquía y eso favorece al objetivo republicano. Así se lo manifestó al Secretario General de los populares, Sr. Egea, en el Congreso, en la primera sesión de control al Gobierno, tras el veto a la presencia del Rey en Barcelona. O sea que según el líder podemita sus descalificaciones y críticas al Rey contribuyen a la causa republicana y la defensa y los elogios al Rey por parte de los constitucionalistas, también. Curioso ¿no? Pues bien, pocos días después, una periodista de RTVE, Mónica López, entrevistando a Cayetana Álvarez de Toledo le preguntó, asumiendo o transmitiendo la peregrina tesis del Sr. Iglesias, si no creía que la defensa del Rey que estaban realizando los dirigentes populares estaba perjudicando a la Monarquía. La perversa pregunta, como la calificó la Sra. Álvarez de Toledo, no tenía desperdicio. Y es que en el fondo del argumento podemita y de esta pregunta lo que subyace es una descalificación personal y política de los constitucionalistas: ustedes son tan indignos que cuando se posicionan en favor del Monarca o de la Monarquía la manchan.

 

No queda más remedio que preguntarse por qué tantos sesudos periodistas y comentaristas políticos que en diferentes medios de comunicación asumen el razonamiento podemita (que la defensa del Rey por parte de los constitucionalistas de las insidias de parte del Gobierno supone perjudicarle y dañar a la causa de la Monarquía) no son coherentes y aplican la lógica podemita a la inversa, es decir, que la defensa de la causa republicana y los ataques a la Monarquía por parte de sujetos como Pablo Iglesias perjudica a dicha causa y refuerza a la Monarquía. Es la misma y perversa lógica que comunistas y podemitas están usando. Una causa pierde su bondad en función de quién la enarbola. Por tanto, bien podría afirmarse que flaco favor hace a la causa republicana que su abanderado sea un trepa, un sujeto que ha traicionado todos y cada unos de sus “ideales” proclamados, que se ha convertido en pura casta, que ha renegado de las limitaciones salariales autoimpuestas, que ha huido de su querida Vallecas porque es un barrio incompatible con el desarrollo de un proyecto familiar, que se compra el mismo tipo de vivienda que criticaba antes a sus adversarios, que ha laminado a los críticos en su partido, que solo acepta el “jarabe democrático” para los demás, que se esconde tras los aforamientos que no hace mucho criticaba, que dirige un partido acusado de financiación ilegal, que se rodea de gente de confianza condenada por contratar trabajadores en negro, por usar sociedades para eludir impuestos, que recibe alegremente dinero de los homófobos iraníes o los narcopolíticos bolivarianos, que le gustaría azotar hasta sangrar a ciertas mujeres, que experimenta orgasmos cuando la policía es vapuleada por manifestantes, que quiere controlar al poder judicial y amordazar a la prensa independiente o que se encuentra más a gusto de la mano de los herederos de los asesinos etarras y de los independentistas y golpistas catalanes, es decir, de los enemigos de la existencia de España. 

 

En definitiva, para cualquier persona sensata, coherente y demócrata, la mera hipótesis de tener a un Pablo Iglesias como Jefe del Estado español constituye el mejor revulsivo para cuestionarse la idoneidad de un sistema republicano hoy en España. Pablo Iglesias y sus seguidores están dinamitando cualquier oportunidad republicana porque encarnan los peores valores para promover una convivencia pacífica. La Jefatura del Estado requiere la capacidad de transmitir al menos la voluntad de representar a todos los españoles, incluso a quienes odian a España, de conciliar posiciones y eso es algo que queda a años luz de quienes hoy en día promueven como objetivo prioritario, no una nueva República, sino la resurrección de un experimento fracasado en el pasado.

 

Santiago de Munck Loyola