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jueves, 25 de agosto de 2016

¿Regeneración o manita de pintura?





Da la sensación de que cuando se habla de “regeneración democrática” o, simplemente, de “regeneración” cada partido y, si se apura, cada político tiene una idea propia o un concepto particular sobre su alcance y significado. La regeneración se ha convertido en palabra talismán y ha pasado a ser de una palabra prohibida en el Partido Popular a una palabra de moda que, incluso, puede abrir o cerrar la puerta del gobierno para Mariano Rajoy. Ciudadanos ha impuesto al PP seis medidas regeneracionistas para negociar la investidura de Rajoy como si esas seis medidas fueran la clave para regenerar nuestro sistema democrático. Y se equivocan. Se han dejado en el cajón muchas otras medidas que son más importantes y que sí supondrían de verdad la manifestación de una auténtica voluntad regeneracionista.



La regeneración democrática significa volver a generar nuestro sistema democrático, sanearlo para acabar con la desafección ciudadana al mismo. Significa podar todas las ramas del sistema que con el paso del tiempo y su mal uso se han estropeado. Significa, en definitiva, eliminar todo aquello que con los años y el abuso por parte de los partidos y de buena parte de la clase política aleja al sistema democrático del interés general. Regenerar es reformar para que la democracia se revitalice y sirva más y mejor a los ciudadanos. Las seis medidas regeneradoras propuestas por Ciudadanos son claramente insuficientes. Son sólo una pose para la galería pero no abordan, ni de lejos, las causas que originan las insuficiencias democráticas de nuestro sistema político.



Al hablar de regeneración hay que hacerlo, al menos, de la necesidad de profundizar en la división de poderes, de reformas que afectan a los agentes políticos (partidos y clase política), de instaurar medidas más eficaces para combatir la corrupción y de reforzar la democracia con más transparencia, más igualdad de oportunidades y más participación ciudadana. Y no hay que olvidar que las medidas que pueden formar parte de estas cuatro grandes áreas se entrecruzan en no pocos casos.



La división de poderes no puede seguir siendo un mero enunciado que no se ajusta a la realidad institucional. Los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, deben ser realmente independientes si queremos que sirvan de contrapesos institucionales y cumplan sus funciones sin interferencias mutuas. En este sentido, ya es hora de que los partidos políticos a través del ejecutivo o el legislativo dejen de controlar a la judicatura. Como también es hora de que el poder ejecutivo abandone el legislativo. No tiene lógica alguna que miembros del poder ejecutivo como alcaldes o incluso consejeros autonómicos y ministros formen parte de las diferentes asambleas legislativas. O se pertenece al poder ejecutivo o al legislativo, pero no a los dos a la vez. Y esto está íntimamente relacionado con las reformas a impulsar que afectarían a la clase política: el establecimiento de rígidas incompatibilidades y la prohibición de simultanear varios cargos públicos.



Un asegundo gran bloque de reformas a impulsar afectaría a los principales agentes políticos de nuestra democracia, a los actores, partidos y clase política. Es imposible promover la regeneración de nuestra democracia si los que han de ejecutarla siguen anclados en los vicios políticos del pasado y presente. Es hora de trasladar a las leyes una concepción de la política como vocación de servicio público temporal. El político viene a servir a la sociedad, no a servirse de ella, su trabajo que es voluntario no puede estar rodeado de privilegios y prebendas. Por ello, es imprescindible la aprobación de un Estatuto del Cargo Público que entre otras cosas establezca: la limitación salarial (ni un sueldo público por encima del sueldo del Presidente del Gobierno), sometimiento al mismo régimen fiscal y de pensiones que el de cualquier ciudadano, supresión de coches oficiales, salvo para altos cargos, y su uso tributable como pago en especie, endurecimiento del régimen de incompatibilidades, aplicación del principio de “una persona un solo cargo”, limitación de mandatos, exigencia de experiencia previa profesional para el acceso a cargo público y la eliminación de los aforamientos. En cuanto a los partidos políticos sería necesaria una reforma de su Ley reguladora para fortalecer el poder de decisión y de elección interna de los afiliados, reforzar las garantías de los derechos de los mismos y reformar su sistema de financiación para que no sea, en gran parte, a costa del contribuyente.



Una de las grandes lacras de nuestro sistema es la corrupción y si prolifera es por varias razones. Una de ellas es porque tanto las leyes sobre contratación pública como sobre el territorio encierran una gran carga de subjetividad y, por tanto, de arbitrariedad en el proceso de toma de decisiones. No basta con sacar a los políticos como algunos proponen de las mesas de contratación que, al fin y al cabo, se limitan a analizar y recomendar, sino que es imprescindible que las normas reguladoras de la contratación pública y de la ordenación del suelo fundamenten la toma de decisiones en criterios puramente objetivos. Y entrelazando con la separación de poderes es evidente que desde la perspectiva de la persecución de la corrupción el refuerzo de la independencia judicial sería de gran ayuda.



Y, por último, el bloque referido al refuerzo de las instituciones democráticas pasa necesariamente por una reforma de la Ley Electoral que, independientemente del uso del sistema proporcional o el mayoritario, como mínimo iguale el valor del voto de cada ciudadano, sea de la provincia que sea, instaure las listas abiertas y suprima la necesidad de avales a los partidos sin representación parlamentaria. Del mismo modo, sería necesario impulsar una reforma que permita investigar parlamentariamente la presunta financiación ilegal de cualquier partido político, no sólo del PP, sin necesidad de que esa investigación dependa de una mayoría parlamentaria. Un último aspecto que redundaría a favor de la igualdad y la transparencia democrática, en detrimento de los partidos como agencias de colocación,  sería reforzar la profesionalización de las administraciones públicas prácticamente eliminando los miles de puestos de asesores y cargos de confianza en las administraciones públicas.



Como puede verse se trata unas cuantas pinceladas de lo que constituiría un proceso de regeneración democrática con mucho más alcance y profundidad de lo que algunos ahora enarbolan como “el no va más”. Y, seguramente, habrá muchas otras medidas aquí no expuestas que bien podrían integrarse en un catálogo de auténtica política regeneracionista. Pronto veremos si lo que estamos observando estos días es un simple juego floral de cara a la galería o si, de verdad, ha empezado un auténtico proceso de regeneración democrática. Mucho me temo que a la vista de los interlocutores nos vamos a quedar en lo primero.



Santiago de Munck Loyola