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martes, 22 de mayo de 2012

Paul Marie Camille André de Munck


Este mes, se cumplen ocho años de la muerte de nuestro padre, Paul de Munck, y quizás por ello se intensifica su recuerdo y reaparecen antiguas emociones y sentimientos. Nació en Borgerhout, Amberes, Bélgica en 1933 en el seno de una familia numerosa, católica y conservadora, mitad flamenca, mitad Valona y quizás, por ello, siempre se sintió belga, simplemente belga, sin connotaciones regionales. Se instaló en España con poco más de 25 años y pasó aquí la mayor parte de su vida hasta su fallecimiento y, sin embargo, nunca dejó de sentirse belga hasta la médula. Sus gustos, sus costumbres, sus sentimientos eran belgas.

Tenía cuatro hermanos, Jean Marie, Pierre, Guy y Roland, y una hermana, Anne. Él era el cuarto y siempre decía que nacer en medio de tantos hermanos era una desventaja: nunca se tenía la edad suficiente para hacer lo que hacían los mayores y tampoco podía disfrutar de las ventajas y privilegios de los pequeños.


Es muy probable que el conocimiento y percepción de la vida de nuestro padre no se ajuste a la realidad porque los hijos sólo hemos recibido sus versiones y sus relatos. Por tanto, es fácil que nuestra perspectiva esté distorsionada, pero en todo caso es la que se corresponde con nuestra vivencia. Incluso es también muy probable que cada uno de los nueve hermanos percibamos la figura y el recuerdo de nuestro padre de maneras muy distintas e incluso hasta contradictorias.


Fue, al parecer, un joven algo rebelde e inconstante. A este respecto siempre decía que los lemas de las naciones o de las familias expresan siempre, no una realidad, sino un objetivo a alcanzar, un objetivo que se plantea a partir de los defectos que se conocen. Si es así, y él mismo lo reconocía, el lema familiar “Virtud et constantia” era una alta pero lejana aspiración. Es posible que de esa rebeldía e inconstancia surgiera y se forjara su gusto por la bohemia y su tendencia a revolverse contra el orden establecido, sobre todo en el aspecto político. Sin embargo, siempre conservó unas profundas creencias religiosas muy ancladas en el conservadurismo católico y muy críticas con las nuevas corrientes en el seno de la Iglesia. Hasta el último momento seguía acudiendo a Misa con su misal en latin. Su profunda fe tenía mucho que ver con sus años de estudios en colegios religiosos y, sobre todo, con la influencia de su madre, la abuela Valérie, por quien sentía una verdadera y entrañable adoración. Fue también un padre severo, rígido y emocionalmente algo distante con los hijos, aunque todo lo contrario con sus nietos cuando se convirtió en abuelo.

Hombre muy inteligente, con una memoria asombrosa y una gran imaginación (a veces excesiva) hizo de los nueve idiomas que dominaba su medio de vida y cada texto que traducía le dejaba un poso de conocimiento. Era perfeccionista hasta la exageración en su trabajo siendo capaz de detener una traducción el tiempo necesario hasta encontrar el matiz o el giro exacto. Recuerdo que, de pequeño, intentó enseñarnos flamenco e inglés. Las clases eran larguísimas pero al cabo de un tiempo debió cansarse y quedamos gratamente liberados, aunque hoy lamentemos que no hubiese sido más constante. A mediados de los años 60 se matriculó en la Facultad de Medicina y aprobó varios cursos con unas excelentes notas y, de pronto, lo dejó sin terminar la carrera. Carecía del más mínimo sentido práctico y no le daba gran valor al dinero o a las posesiones. Era capaz de conversar durante largas horas sobre cualquier tema usando o abusando de cualquier recurso dialéctico. Orgulloso, elegante, coqueto y con modales refinados estaba dotado de grandes habilidades sociales que nuca supo o quiso aprovechar lo suficiente.
Le encantaba la música clásica y promovió y dirigió dos corales, la última la Coral de Santa Teresa, en Tres cantos. Tocaba la guitarra y algo el piano. Aún recuerdo algunas canciones que nos enseñó de pequeños en francés o en flamenco y que repetíamos en los largos viajes que, bien apretados en coche, hicimos en alguna ocasión. Trató siempre de inculcarnos una serie de ideas y principios: el valor de la familia, las creencias religiosas, el amor a Bélgica, la importancia de la formación, el respeto a las reglas de juego, los hábitos de salud, etc. Claro que en ocasiones chirriaba lo que trataba de inculcarnos con lo que veíamos. Recuerdo que al cumplir los 16 años le pedí permiso para fumar. Durante más de dos horas me explicó todos los perjuicios que ocasionaba fumar pero, mientras lo hacía se fumó medio paquete de bisontes.


Es difícil poder expresar en unas pocas líneas los recuerdos, vivencias y sentimientos que supone la figura de un padre. Quien le haya conocido verá que omito muchas cosas pero lo hago porque creo que no corresponde a los hijos enjuiciar ni valorar los hechos de nuestros mayores. En mi caso prefiero quedarme con el recuerdo de sus virtudes, de su bondad y, sobre todo, de su amor porque a pesar de los errores siempre amó a su familia, a su mujer, a sus hijos, a sus nietos, a sus hermanos y sobrinos. Lo hizo a su manera, pero lo hizo. Se fue hace 8 años, rápida e inesperadamente, sin sufrimiento, con sólo 72 años, y le sigo echando de menos.

Santiago de Munck Loyola