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miércoles, 1 de mayo de 2013

Frente a la comprensión y paciencia, más esperanza.



La cifra de 6.202.000 parados, las nuevas medidas y las negras previsiones anunciadas por el Gobierno el pasado viernes y las distintas y contradictorias declaraciones de varios dirigentes gubernamentales conforman un paquete difícil de digerir para cualquiera. Hace poco menos de una semana los Ministros de Guindos y Montoro, incluso el propio Presidente, declaraban que no iban a hacer falta nuevos recortes, que las autoridades europeas no exigían más ante los recortes ya llevados a cabo y que no habría, en palabras del propio Rajoy, más “hachazos”. Días después, el propio Presidente Rajoy nos anunciaba recortes adicionales en 2013 por importe de 3.000 millones de euros ¿navajazo en vez de hachazo? El viernes pasado, la Vice Presidenta, Sáenz de Santamaría, pedía comprensión a los ciudadanos y el domingo era Rajoy era el que pedía paciencia a la vez que repetía que el gobierno “sabía a dónde iba”.

El problema no radica en “saber a dónde se va”, sino que lo que es discutible es el camino elegido para llegar al destino. Es muy probable que sin todas las reformas emprendidas por el Gobierno de Rajoy y todos los sacrificios impuestos a los ciudadanos hoy estaríamos mucho peor. Es muy probable que de haber seguido con las políticas socialistas hoy España estaría intervenida con muchos más recortes que los hasta ahora impuestos y con una tasa de paro todavía peor. Pero el problema es que para lograr esto, el Gobierno ha optado por unas medidas contrarias a su programa electoral y a los propios principios definidores de la acción política de un Gobierno del Partido Popular. Es decir, que el Gobierno del PP ha elegido un camino diferente al que prometió y que a la luz de los resultados y, sobre todo de las negras previsiones, es mucho más largo y tortuoso de lo esperado.

Sáez de Santamaría nos pide comprensión y Rajoy paciencia. Sinceramente es muy difícil comprender por qué se han abandonado las políticas y los principios del programa del Partido Popular para aplicar unas medidas que sólo en parte obtienes resultados precarios, sobre todo en la contención del déficit, y es más difícil aún ser comprensivos cuando nadie se toma la molestia en explicar a los ciudadanos el por qué de dichos cambios. La paciencia pedida por el Presidente no es otra que la resignación ante el sufrimiento que la situación actual impone. Según se recoge hoy en vozpopuli.com el propio Gobierno admite que el impacto de las medidas que ha venido adoptando ha sido perjudicial para el crecimiento económico y para la creación de empleo. Los recortes y las subidas de impuestos del Gobierno son las responsables del desplome de la economía. En el Plan Nacional de Reformas remitido a Bruselas para el año 2013 se admite que el crecimiento económico se ha frenado un 2,58% en un año como consecuencia de unas políticas que también han dado como resultado un aumento del 1,9% del paro. El Ejecutivo sostiene que esas cifras se tornarán positivas a en una década cuando, según sostiene, el empleo crecerá un 9,12% gracias a las que bautiza como "medidas de consolidación fiscal". Es decir, que sanear las cuentas públicas y el sector financiero, bases imprescindibles para crecer, han supuesto en un primer momento un frenazo al crecimiento y, consecuentemente, un mayor desempleo.


Los que hoy hablan sin pudor alguno de “austericidio”, aplaudieron ayer el “despilfarricidio” cuyas consecuencias estamos pagando ¡y a qué precio! Hay que saber que no podemos volver a esas políticas socialistas fracasadas. Todavía tenemos que gastar menos e ingresar más para equilibrar las cuentas públicas. Se ha hecho evidente que aumentar los ingresos subiendo los impuestos ha sido contraproducente porque ha implicado reducir la actividad económica y generar más paro. A lo mejor es hora de volver al programa popular y bajar la presión fiscal para dinamizar la actividad, generar consumo, empleo e incrementar así la recaudación. Y gastar menos se puede seguir haciendo pero no a través del recorte de las prestaciones sociales sino acometiendo de verdad la reforma y recorte de un estado insostenible y plagado de duplicidades. Es decir, acometiendo de una vez una profunda reforma política.

Estos días dos voces se han alzado frente a la comprensión y a la paciencia y merece la pena analizar lo que dicen. Desde posiciones ideológicas distintas tanto Mikel Buesa como Esperanza Aguirre vienen a coincidir en que la situación económica exige la adopción de medidas con más contenido político que económico, pero cuyas consecuencias serán de calado económico. Parece que el fuerte impulso reformista que caracterizó los primeros meses del Gobierno de Rajoy ha perdido fuelle. 40 de las 70 reformas anunciadas en el último año no se han llevado a cabo y un análisis de las mismas permite subrayar que son precisamente las reformas de más contenido político las que se han quedado aparcadas.

El Gobierno debería volver la vista y centrar su actividad en la puesta en marcha de todas las reformas de contenido político que permitirán reducir el gasto público y aumentar la eficiencia de nuestras administraciones públicas. Y hacerlo venciendo las notables resistencias que esas reformas levantan entre la clase política y especialmente entre los propios barones del Partido Popular. Lo que no resulta admisible ni comprensible es que el peso de las reformas siga recayendo sobre el sufrido ciudadano mientras no se acometen reformas estructurales profundas. Sabemos el destino al que nos llevan pero no puede haber paciencia cuando se elige un camino que no era el previsto, que resulta ser el más largo y cuando las mochilas más pesadas las tienen que llevar los de siempre, los ciudadanos.

Santiago de Munck Loyola

http://santiagodemunck.blogspot.com.es/

domingo, 1 de abril de 2012

Nunca digas de esta agua no beberé…

Hace unos días, un amigo, Valentín, comentaba un enlace relacionado con el nuevo presupuesto y recordaba lo que decía la Vicepresidenta a propósito de la reforma laboral del PSOE de 2010 para concluir subrayando lo falsos que son los políticos. Sin llegar a generalizar sobre todos los políticos, hay que admitir que no es ociosa esta afirmación sobre una buena parte de la clase política.

No cabe duda que los políticos no tienen una buena imagen entre la mayoría de los ciudadanos y que la causa de ello se encuentra, con toda seguridad, en sus propios comportamientos y actitudes. El desprestigio de la clase política es responsabilidad casi exclusiva de la propia clase política y, quizás, de parte de los medios de comunicación. Por cierto, digan lo que digan algunos tertulianos políticos, denunciar los comportamientos inmorales de algunos políticos no supone ni desprestigiar al sistema democrático, ni poner en peligros la vigencia de los valores sobre los que se asienta. Todo lo contrario, es y debería ser un deber inexcusable para lograr la regeneración del sistema democrático. La vitalidad y enraizamiento de un sistema político entre los ciudadanos depende se su capacidad de regeneración permanente.

El éxito de cualquier profesional depende, en gran medida, del crédito que tenga, de la credibilidad sobre su capacidad que pueda ofrecer a quienes, en un momento dado, deseen usar sus servicios. Y los políticos no son excepciones, es más, su éxito depende fundamentalmente de su credibilidad. Y esas credibilidad se extiende a muchas facetas de su vida, incluso, a las que deberían pertenecer a la esfera privada. La armonía entre lo que dijeron y lo que ahora dicen, entre lo que dicen y lo que hacen es fundamental. Sin embargo, no nos tienen acostumbrados a eso. Parece que todo vale con tal de justificar sus cambios y sus contradicciones.

Parte del problema radica en esa necesidad que algunos tienen de pronunciarse siempre sobre cualquier tema de debate político y de hacerlo, además, sobre posiciones perfectamente previsibles en función de dónde se encuentren, de si están en el Gobierno o en la Oposición. Y, además, lo hacen trasladándonos a los ciudadanos mensajes simplistas y maniqueos como si no fuésemos capaces de distinguir matices o precisiones que puedan modular los análisis que realizan. Nos suelen tratar como a niños a los que no hay que dar demasiadas explicaciones. Lo vemos cada vez que hay una campaña electoral o cada vez que les ponen un micrófono delante. Ni es necesario que opinen sobre todo, ni es preciso que lo hagan en términos de blanco o negro.

Lo acabamos de ver respecto al debate sobre la reforma laboral y lo volvemos a ver sobre el debate de la mal llamada “amnistía fiscal” (legalmente prohibidas) incluida en el proyecto de presupuesto. Resulta inconcebible que una regularización fiscal fuera absolutamente inaceptable en 2010 cuando la propuso el PSOE y que ahora resulte que es el único camino encontrado para ingresar 2.500 millones de euros y poder así eludir una subida del IVA. Es cierto que las circunstancias económicas han empeorado desde entonces pero ¿tanto? Si política y moralmente era inaceptable en 2010 ¿no lo será ahora también? Y si ahora, para el PSOE, esta nueva regularización fiscal resulta inaceptable porque significa “premiar a los defraudadores” ¿no lo era también en 1984, en 1991 y en 2010? ¿Cómo es posible que el Sr. Rubalcaba descalifique tan rotundamente una medida que él mismo aprobó en el pasado? ¿Son malas las regularizaciones fiscales cuando las propone el PSOE y buenas cuando lo hace el PP? ¿Son una maravilla, hasta el punto de hacer tres, cuando las impulsa el PSOE y un pecado cuando lo hace el PP?

Son situaciones como éstas las que ponen en evidencia la inteligencia de algunos políticos y el escaso respeto que manifiestan hacia los votantes que nos inducen a generalizar sobre la mala imagen de la clase política. La aplicación de la Ley del embudo como norma transversal, las descalificaciones simplistas y categóricas y la ausencia absoluta de autocrítica no contribuyen a mejorar la credibilidad de la mayoría de los políticos. Deberían recordar aquello de “nunca digas de este agua no beberé y este cura no es mi padre”.

Santiago de Munck Loyola

domingo, 25 de marzo de 2012

La Ley de Transparencia: un antídoto errado contra la corrupción.

Hace pocos días, la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, ha anunciado que en breve el Consejo de Ministros aprobará un nuevo Proyecto de Ley, la llamada Ley de Transparencia. Se trata, según el Gobierno, de uno de sus proyectos clave para regenerar la clase política y tratar, con ello, de limpiar la mala imagen de la misma a la hora de gestionar las entidades públicas percibidas por los ciudadanos como instrumentos de despilfarro el dinero de los contribuyentes. Este anteproyecto  obligará a los políticos a informar en qué gastan el dinero público y permitirá a los ciudadanos consultar a través de una web las subvenciones, los contratos o los sueldos de los cargos públicos. Establecerá como delito el despilfarro de dinero público y regulará los sueldos de Alcaldes y concejales.

El secretario general del Grupo Popular del Congreso, José Antonio Bermúdez de Castro, ha manifestado que  la nueva ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno es "muy positiva y necesaria" porque será el "mejor antídoto" contra la corrupción y el despilfarro de los recursos públicos. Y esta idea de que la nueva norma va a servir fundamentalmente para combatir la corrupción se ha extendido entre los comentaristas políticos y entre los medios de comunicación en general.

A falta de conocer con detalle el nuevo texto legislativo, lo cierto es que de los avances sobre el contenido del mismo no se puede deducir que vaya a ser una norma eficaz para desterrar la corrupción de la vida política, ni mucho menos. Una mayor transparencia en la gestión de los asuntos públicos es necesaria, eso es indudable. La nueva norma podrá servir para lograr esa finalidad si se articula de forma adecuada pero de ahí a afirmar que se va a convertir en un antídoto contra la corrupción hay un verdadero abismo. Es cierto que la falta de transparencia, la opacidad en la toma de decisiones, es consustancial a la existencia de corruptelas o casos mayores de corrupción. Cuando se delinque no se hace a la luz del día, con luz y taquígrafos, pero la falta de transparencia es un carácter accidental en los procesos de corrupción en el manejo de los fondos públicos.

Si se analizan los mayores casos de corrupción se puede apreciar perfectamente en qué ámbitos suelen producirse y encontrar, además, la causa por la que en un estado de derecho pueden producirse. Los principales casos de corrupción suelen estar encuadrados en tres esferas concretas de la actividad gestora de las administraciones: en el del urbanismo, en el de la contratación y en el de las transferencias o subvenciones de recursos públicos. Todos los casos de corrupción sin excepción se producen porque nuestras normas contienen posibilidades de toma de decisiones basadas en la discrecionalidad, en la adopción de decisiones dependientes de la voluntad de político sin necesidad de sujetarse a determinados criterios objetivos.

La Ley estatal y, por supuesto, las leyes autonómicas que regulan y ordenan el suelo contienen numerosas disposiciones que permiten a sus ejecutores adoptar decisiones con un amplio margen de discrecionalidad y que se traducen en la inmediata generación de enormes plusvalías. Recalificaciones y reclasificaciones de suelo no dependen de un elenco tasado y limitado de condiciones, sino de una serie de requisitos, más o menos objetivos, que finalmente sólo saldrán adelante por la voluntad del político de turno.

La contratación de obras, bienes o servicios por parte de las administraciones públicas es otro de los ámbitos en los que los casos de corrupción afloran. Si bien la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público supuso una mejora en la transparencia de dichos procedimientos, lo cierto es que creó un sistema y unos procedimientos mucho más complejos que los anteriores y dejó abiertas numerosas puertas al ejercicio de la discrecionalidad en la contratación pública.

Y un tercer ámbito en el que los casos de corrupción han venido aflorando últimamente es el de las subvenciones, el de las transferencias de recursos públicos al ámbito privado. En este campo, las subvenciones son otorgadas muchas veces en función de criterios absolutamente subjetivos y es evidente que, además, los mecanismos de autocontrol y fiscalización de las administraciones públicas no han funcionado correctamente.

Por tanto, otras virtudes podrán predicarse respecto a la nueva ley, pero no su capacidad para prevenir la corrupción. Acabar con la discrecionalidad en la toma de decisiones públicas y establecer modelos tasados y concretos para las mismas, reforzando además los mecanismos de fiscalización, es la única alternativa. Y en esa dirección, el Gobierno debería proponer reformas en las leyes sobre el territorio, en las Leyes sobre contratación y en las normas reguladoras sobre transferencias públicas. ¿Más transparencia? Sí, por supuesto. ¿Menos arbitrariedad en las decisiones de los gobernantes? Mejor. ¿Más fiscalización? Desde luego.

Santiago de Munck Loyola

miércoles, 25 de enero de 2012

¿Regeneración democrática en marcha?


Hace poco más de una década participé en un Curso de Verano, en el Escorial, titulado el “Primer Gobierno del Partido Popular”. Uno de los ponentes de aquel curso era D. Mariano Rajoy Brey. Tras su conferencia se abrió el turno de preguntas y, tras presentarme, le pregunté sobre el cumplimiento de los compromisos del PP en torno a la regeneración democrática (Consejo General del poder Judicial, Tribunal Constitucional, etc.) Recuerdo perfectamente que su respuesta fue evasiva, concretó poco. Pero, girándose hacia el moderador, Bermúdez de Castro, le dijo bromeando: ¿estás seguro de que Santiago es de los nuestros?

El anuncio realizado ayer por la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, de la reforma del sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y de los miembros del tribunal Constitucional, así como la recuperación del recurso previo de inconstitucionalidad constituye una excelente noticia para quienes defienden la regeneración democrática que pasa necesariamente, entre otras cosas, por la independencia del poder judicial y la separación entre los poderes del Estado. Por el contrario, se trata de una mala noticia para quienes no creen en la separación de poderes como nota distintiva y definitoria de un régimen democrático, para quienes el sometimiento de los poderes públicos al imperio de la Ley no es sino un simple enunciado carente de eficacia.

La Vicepresidenta anunció que la intención del Gobierno es impulsar las reformas legislativas necesarias para volver al sistema vigente hasta 1985, cuando el PSOE, por sorpresa y mediante una enmienda de última hora, reformó el procedimiento existente, sin ningún tipo de diálogo ni consenso con la oposición, para que los miembros del Consejo General del Poder Judicial fueran elegidos por los parlamentarios y no por los componentes de dicho poder. Con aquella decisión se quebró la separación de poderes consagrada en la Constitución y el legislativo, dominado ampliamente por el Partido Socialista, se convirtió en el poder hegemónico del Estado. Es entonces cuando el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, proclamó ufano que “Montesquieu había muerto”. Pues bien, como no hay mal que cien años dure, todo parece indicar que Montesquieu puede resucitar pronto en nuestro país.

Es evidente que la actual configuración y ordenación de uno de los poderes básicos del Estado es claramente deficiente y manifiestamente mejorable. Son muchas las anomalías que aquejan al poder judicial y, seguramente, algunas de ellas derivan de un sistema de autogobierno, previsto en el Art. 122 de la Constitución, que ha sido adulterado por el contenido de la Ley Orgánica que lo desarrolla. La politización de la Justicia en los últimos años ha sido más que evidente.

Constituye una anomalía, inaceptable en cualquier país democrático, que en España se pueda adivinar con gran precisión el sentido y la orientación que una sentencia futura habrá de tener en función de la etiqueta del magistrado o magistrados juzgadores, determinada por el color del partido que los haya propuesto o promovido para su puesto. Del mismo modo, es una anormalidad democrática que, poco a poco, el Tribunal Constitucional, conceptuado primitivamente más como un órgano político que judicial, haya terminado por imponerse en algunos asuntos a la cúspide de la pirámide judicial, al mismo Tribunal Supremo, enmendándole la plana en temas como los relativos a ilegalizaciones de partidos terroristas. Y qué decir de jueces que salen de la magistratura, se meten en política, fracasan ahí, vuelven a la magistratura e investigan a sus ex jefes políticos o de magistrados que recaudan fondos para universidades y después se permiten el lujo de dictar resoluciones judiciales que afectan a sus generosos donantes. Y qué decir de la actitud partidista y sectaria de la fiscalía que, en estos últimos años, se ha convertido en muchos lugares de España en un auténtico aparato inquisidor al servicio descarado del partido del gobierno.

La justicia en España necesita un buen repaso y no sólo se trata de dotarla de los medios económicos y personales necesarios para agilizar su funcionamiento, sino de proporcionarle la independencia, la profesionalidad y los principios éticos para que su configuración como poder básico del estado, garante de los derechos y libertades de los ciudadanos, sea la propia de un estado sometido siempre al imperio de la ley.

Queda mucho por hacer en este sentido y no lo va a tener fácil, tampoco en este campo, el nuevo Gobierno de España. Pero, aún no teniéndolo fácil por la actitud de socialistas y nacionalistas, cuenta con el respaldo de una sólida mayoría parlamentaria para impulsar propuestas como las anunciadas por la Vicepresidente y que se encaminan hacia la regeneración democrática de nuestro sistema democrático.

Santiago de Munck Loyola