Es un hecho evidente que políticos y periodistas se necesitan mutuamente, los primeros necesitan continuamente trasladar sus mensajes y llamar la atención de los segundos para “ser alguien” en el ámbito social y los segundos necesitan de los primeros para generar gran parte de su agenda laboral. Ambas profesiones se interrelacionan constantemente. Sin embargo, llama poderosamente la atención la desigualdad en el trato existente entre políticos y periodistas cuando incurren en responsabilidades de índole penal. La sociedad no trata igual a unos y a otros cuando delinquen o cuando son sospechosos de haber delinquido.
Hoy la programación televisiva y radiofónica de la mayor parte de las cadenas está plagada de tertulianos y colaboradores periodistas, pseudo periodistas y mediopensionistas. La inmensa mayoría de ellos hablan de todo como auténticos expertos, pontifican sin freno e imparten calificativos a diestro y siniestro como si todo y todos estuviesen a su merced. Y lo hacen con el beneplácito de públicos entregados y de audiencias más que complacientes. Una vez que se han hecho con un nombre y un sitio parece que importa muy poco lo que hagan, digan o dejen de decir. Todo vale si está respaldado con unos ingresos satisfactorios para el programa en el que se mueven. Es público y notorio que muchos de estos personajes preparan montajes periodísticos o que han sido condenados por los tribunales de justicia por atentar contra el honor y la fama de ciertas personas, por injuriar, calumniar o, incluso, por difundir noticias falsas. Y no pasa nada. Como están respaldados por una parte de la audiencia y, por tanto, por los empresarios capitalistas de sus medios de comunicación no sólo no pierden sus puestos de trabajo por atentar contra los principios éticos de su profesión, sino que, además, son beneficiados con nuevas colaboraciones estelares.
Todo lo contrario de lo que pasa con un político por modesto que sea. Cuando un político es simplemente sospechoso de haber cometido una irregularidad, aunque sea en el ámbito de su vida privada, se empiezan a alzar voces, especialmente en los medios de comunicación, exigiendo su inmediata dimisión. Y no digamos ya cuando el político en cuestión es imputado o procesado aunque no exista condena alguna y sobreviva teóricamente el principio de presunción de inocencia. Tiene que dimitir y esta exigencia es reclamada con firmeza por lo corporativistas medios periodísticos a través de sus editoriales. Para qué hablar de la situación cuando se produce una sentencia desfavorable para dicho político.
El tratamiento social en ambos casos es absolutamente diferente. La rigurosidad que se exige al político brilla por su ausencia ciando se trata de un comunicador o un periodista. El político pierde su empleo y lo hace, prácticamente, de por vida. El periodista no. Para el periodista hay una notable indulgencia social. Es más, suele salir beneficiado cuando los tribunales determinan que, de una forma u otra, ha vulnerado los principios éticos de su profesión. Son dos formas contrapuestas de enfocar un mismo problema.
No sé quién tiene más responsabilidad: el que falla cuando administra los bienes públicos o el que falla cuando administra la conciencia social.
Fdo. Santiago de Munck Loyola.
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