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miércoles, 10 de octubre de 2012

¿Desafección hacia la clase política? No, puro rechazo.




Parece ser que últimamente los dirigentes del Partido Popular y del PSOE han empezado a detectar lo que algunos llaman la “desafección” de una gran parte de los ciudadanos hacia la clase política y que, en consecuencia, van a estudiar el asunto para intentar corregirlo. O sea, que han tardado pero empiezan a notar algo que para cualquiera era evidente: que muchos ciudadanos están profundamente “cabreados” con la clase política. Y fieles a su proverbial sentido de Estado los dirigentes de los partidos mayoritarios han empezado por done siempre, por culparse mutuamente del progresivo rechazo que la clase política genera en la gente. Sólo falta que para completar sus costumbres el anunciado estudio conjunto de medidas para abordar el problema se haga mediante la constitución de una comisión parlamentaria a 600 € de dietas por asistente. Ya lo decía Napoleón, “si se quiere que un asunto no prospere, forme una comisión de estudio”. Y tan felices.

Una vez más, parece que la clase política no se da cuenta del verdadero alcance del problema que puede suponer el creciente rechazo que provoca en los ciudadanos y que es incapaz de aprender de la experiencia italiana en los años 90 que supuso el derrumbamiento electoral de los partidos tradicionales o de otras experiencias en las que los populismos han barrido partidos e instituciones.

Nuestra sociedad se ha empobrecido enormemente y los continuos recortes provocan un profundo malestar y un rechazo cada vez más generalizado. Los españoles pagamos hoy las consecuencias de la mala gestión de la clase política mientras que ésta sigue inalterable instalada en sus privilegios. Es la clase política la que ha dispuesto la construcción de aeropuertos vacíos, de autopistas que nadie usa o de edificios e instalaciones insostenibles y lo ha hecho sin tener el dinero necesario para ello, pidiéndolo prestado. Ahora, no sólo hay que devolver ese dinero sino que, además, hay que pagar unos intereses anuales que se comen el presupuesto público. La mala gestión de la clase política la sufrimos todos los ciudadanos y, sobre todo, los que cuentan con menos recursos.

Es normal que la mala gestión de los políticos provoque un mayor distanciamiento de los ciudadanos hacia ellos, pero no es sólo eso. Es que, además, nuestra clase política no ha hecho la más mínima autocrítica. Aquí nadie ha tenido la honestidad intelectual de reconocer los errores y de pedir, en consecuencia, perdón a los ciudadanos. O culpan al adversario de los problemas o, en algunos casos, se envuelven en la bandera regional para ocultar su profundo fracaso y engatusar a su opinión pública con quimeras antihistóricas. Y no contentos con ello, nuestra clase política, salvo honrosas excepciones, sigue instalada en un mundo de auténticos privilegios que suponen un agravio y un insulto permanente hacia sus víctimas, los sufridos ciudadanos. Es francamente improbable que sin un verdadero ejercicio de autocrítica nuestra clase política sea capaz de corregir su rumbo.

Son muchas las cosas que deben cambiar para intentar recuperar la confianza y la credibilidad del conjunto de los ciudadanos. Y lo primero que tendrían que asumir es que sin ejemplaridad sobra todo lo demás. Ante millones de ciudadanos asfixiados por subidas de impuestos, por el desempleo o por recortes en servicios esenciales es imprescindible que la clase política ofrezca un ejemplo de sacrificio y de austeridad y debe hacerlo, además, porque ella es la causante de nuestros males.

¿Sobran políticos? Es probable, pero no es ése el único problema. ¿Podemos gastarnos 350 millones de euros al año en sostener los Parlamentos Autonómicos? Puede que no. Son preguntas cuyas respuestas requieren un estudio mucho más profundo y cuya solución sólo puede pasar por un amplio consenso político y social. Sin embargo, hay otros aspectos más inmediatos que sí podrían suponer un gran paso hacia la ejemplaridad de la clase política. Es el caso de las retribuciones con dinero público. Hay que terminar de una vez con los abusos. En un país arruinado las administraciones públicas no pueden seguir pagando salarios por encima de los 70.000 € que cobra el Presidente del Gobierno. Es también el caso de los privilegios fiscales de los parlamentarios ¿por qué no tributan en el IRPF como cualquier ciudadano? ¿No conocen la diferencia entre inmunidad parlamentaria e impunidad? Es igualmente el asunto de las pensiones. Mientras que a los ciudadanos se nos endurecen los requisitos y períodos para cobrar una determinada pensión ¿por qué hay que consentir que nuestros parlamentarios puedan cobrar la pensión máxima con sólo 11 años cotizados? ¿Por qué no se someten al régimen general? Es el régimen de incompatibilidades, por ejemplo, que permite que parlamentarios y políticos cobren con cargo al erario público dos o más retribuciones disfrazas como indemnizaciones, pensiones o salarios. Nuestros parlamentarios cobran sus sueldos íntegros y, sin embargo, simultanean su actividad parlamentaria con dedicaciones privadas. Pues no, en las actuales circunstancias no se lo pueden permitir. Les pagamos un sueldo íntegro para que se dediquen exclusivamente a su labor y si no les parece suficiente que renuncien al escaño. Es el caso de los coches oficiales, de los viajes gratis total, de los consejos de administración, de los teléfonos gratuitos, de las dietas por alojamiento teniendo casa propia en la capital, los taxis a cargo de los contribuyentes,… La lista de privilegios prescindibles sería muy extensa y si no la recortan, como nos recortan nuestros sueldos y prestaciones, el rechazo hacia la clase política seguirá creciendo. Y del rechazo a la expulsión hay muy poquito.

Necesitamos una clase política ejemplar y ésta no lo es. Una clase política que haga su trabajo, que cobre por él, que no se beneficie de aquello que no pueden disfrutar los ciudadanos, que, en definitiva, tenga la autoridad moral y la legitimidad de ejercicio suficiente como para poder pedirnos sacrificios a todos.

Santiago de Munck Loyola