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lunes, 7 de mayo de 2012

Ni casto, ni cauto.

Por si no tuviésemos bastante con los problemas sociales, políticos y económicos que recorren nuestro país, la Monarquía española también da que hablar lo suyo. A las andanzas del Sr. Urdangarin, a las salidas de tono de D. ª Letizia, a las torpezas cinegéticas de su Majestad hay que añadir ahora sus andanzas extraconyugales aireadas por los medios de comunicación. Ayer mismo, un importante diario nacional, publicaba en su suplemento dominical un detallado relato sobre las infidelidades de D. Juan Carlos a lo largo de los 50 años de matrimonio con D.ª Sofía. Y junto a este escabroso relato la opinión e 25 personajes de toda clase y condición sobre los 50 años de matrimonio de la pareja regia. Algunas de estas opiniones son de un tono tan babosamente cortesano que no merecen ni siquiera el más mínimo comentario.

Ya con ocasión del accidente del Rey en su cacería de elefantes africanos, algún que otro comentarista radiofónico calificaba de “desagradecidos” a cuantos tuviesen la osadía de criticar la actitud y las actividades privadas del Rey. Decía que los españoles olvidábamos muy pronto todo lo que le debíamos a D. Juan Carlos por su actitud en la noche del 23 de febrero de 1981. Y sobre esa noche y sobre la actitud del Rey o de los propios golpistas quizás habría mucho que hablar pues muchas incógnitas aún no han sido despejadas. Pero, en todo caso, aquella noche el Rey no hizo otra cosa que cumplir con su obligación, con su deber, aunque tardase más de lo esperado en comparecer ante las cámaras de Televisión. Cumplió con su obligación, es decir, defender la Constitución y ordenar a las FFAA su acatamiento.

Constitución que, por cierto, si no recuerdo mal, no ha sido jurada por el Rey. Está fuera de lugar reclamar a los españoles una actitud de agradecimiento permanente hacia el Jefe del Estado por cumplir con su trabajo, trabajo por el que, además, está bastante bien pagado. El recuerdo distorsionado de la noche del 23 F no puede ser un aval para todo lo que haga o deje de hacer el Rey.

Ahora sabemos lo que antes no pasaba de simples rumores: que la conducta privada del Jefe del Estado no es ejemplar. El asunto no pasaría del ámbito estrictamente privado sino fuera por dos circunstancias especiales. En primer lugar, porque el Jefe del estado es un Monarca, porque estamos hablando de una Monarquía y una de las principales cualidades que se supone debe encarnar la Monarquía es la ejemplaridad y aquí no se da, se mire por donde se mire. Si se tratase de un Presidente de la República cuya vida privada tampoco fuera ejemplar los ciudadanos que no aprobasen ese tipo de conductas lo tendrían fácil, la reprobarían mediante el voto en las siguientes elecciones. Aquí no se da el caso. En segundo lugar, porque los devaneos sexuales del Monarca se han elevado a la categoría de sus actividades oficiales. Es público y notorio que en tres viajes oficiales, al menos, la amante del Rey le ha acompañado y es de suponer que a costa del erario público.

Si la Monarquía no es ejemplar, no vale en este momento histórico. Si al Rey no le importa dejar en evidencia a la madre del futuro Rey que siempre ha sabido estar a la altura de las circunstancias a muchos ciudadanos sí que les importa.

La opción de la República parece hoy más ajustada a las características y exigencias de nuestra sociedad. Sin embargo, la pretensión de muchos de vincular la alternativa republicana al recuerdo y a la herencia de la Segunda República puede suponer un serio obstáculo para que pueda ser aceptada por quienes la identifican con un modelo cuyo desarrollo y resultado no presentó un saldo muy positivo.

Difícil panorama el que tiene por delante la institución monárquica, sobre todo si pretende seguir asentándose sobre privilegios históricos, asimilando los derechos de los ciudadanos corrientes y renunciando simultáneamente a las tradicionales obligaciones de la Institución. Cierto Ministro de Franco, cada vez que era nombrado un gobernador civil, llamaba al interesado y le decía: “sea usted casto y, si no pudiere, al menos sea cauto”. Nuestro Rey, a lo que se ve, ni lo uno, ni lo otro.

Santiago de Munck Loyola