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sábado, 18 de febrero de 2012

Menta.

Va a hacer casi tres meses que Menta, nuestra perra, ya no está con nosotros y la seguimos echando de menos. Son constantes los momentos del día o simples gestos que inevitablemente asociamos a su presencia: al entrar en casa porque se acercaba a la puerta a recibirnos, al salir porque protestaba un poco al dejarla sola y se asomaba a la ventana para vernos marchar, al comer cuando inconscientemente seguimos retirando parte de la comida para dársela o al levantarme de la cama porque siempre dormía en el suelo, a mi lado.

Ha estado trece años con la familia y llegó a formar parte de ella. La recogimos una mañana de invierno, fría y soleada, en un criadero de Albacete, junto al Bar “seis hermanos”. Era un cachorro de tres meses gordito y precioso. Llegamos a casa y nuestros nietos decidieron llamarla “Menta”. Cuando tenía seis meses se puso muy enferma, parece que algún desaprensivo, alguno de esos vecinos que nunca querríamos tener por tales, le había echado comida envenenada al jardín en el que pasaba gran parte del día y del que ya no quedaba gran cosa. Estuvo varios días ingresada por las graves quemaduras que tenía en el esófago, pero consiguió salir adelante.

Era una perra preciosa aunque es posible que no fuera muy lista. Le costó mucho aprender algunas órdenes básicas: sentarse, tumbarse o permanecer quieta a la espera. Nunca consiguió aprender a marchar al paso a pesar de los largos paseos que dábamos, siempre iba tirando en exceso de la correa. Sin embargo era muy buena, sobre todo con los niños a los que consentía cualquier maldad infantil. Comía poco, el pienso no le hacía mucha gracia, pero le encantaba probar cualquier cosa que comiésemos nosotros, entre las que llamaba la atención su afición por las uvas, el melón o la sandía.

Tenía sus manías y sus rarezas que se fueron acentuando a medida que se fue haciendo vieja. Aullaba cuando escuchaba la Primavera de Vivaldi. Seguía a Toñi, mi mujer, por todos los rincones de la casa sin dejar de vigilarla. Le gustaba subirse al sofá cuando no estábamos en casa o cuando creía que estábamos durmiendo. Y no soportaba a los gatos. Durante los últimos meses de su vida tenía serias dificultades para andar, sus patas traseras fallaban y sin embargo si cambiaba de habitación en la casa ella venía detrás y se tumbaba cerca.

Tener un perro y más si es grande, como es el caso, exige sacrificios y especialmente cuando se trata de organizar las vacaciones familiares. Tras probar a dejarla en una ocasión en una residencia canina, renunciamos a repetir la experiencia visto el mal resultado: salió “en los huesos” porque prácticamente no comió durante nuestra ausencia. Así que no nos quedó más remedio que organizarnos de forma que siempre se quedase con ella alguien de la familia. Aún así, cada vez que veía que preparábamos una maleta se ponía histérica, ladrando y dando vueltas alrededor de la misma. Siempre que era posible viajaba con nosotros.

La echamos de menos. Yo la sigo echando de menos. Parece increíble como un animal puede llegar a formar parte de nuestras vidas, de nuestras familias. Hoy me he acordado especialmente de ella al leer que algunas personas son capaces de echar a sus perros de sus casas, de sus vidas, por no pagar una tasa municipal. No lo puedo entender. Pobres perros por haber tenido la desgracia de tocarles amos tan mezquinos. Una cosa es segura, esos supuestos amantes de los animales no lo son y no se merecen la suerte de tener un perro.

Gracias Menta por habernos dado tanto.

Santiago de Munck Loyola