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viernes, 29 de abril de 2011

SOBRE LA BODA REAL Y LA VIGENCIA DE LAS MONARQUÍAS.

Vaya semanita que nos están dando las televisiones con la dichosa boda del hijo de Lady Di. Inaguantable. Los británicos siempre han sido muy suyos con su monarquía, pero seguirles el juego de esta manera resulta ya cansino. A ver si se casa de una vez el niño y nos dejan descansar un poco.

Sin embargo, la feria mediática en torno a este enlace me ha traído a la mente algunas reflexiones que hace tiempo me rondan sobre las monarquías en nuestro tiempo. Siempre he sido partidario de la Monarquía como forma de gobierno debido, en gran parte, a la influencia familiar y al convencimiento racional de la bondad e idoneidad de la misma. Veía en la Monarquía constitucional una institución clave para la estabilidad política de las democracias occidentales que servía para desarrollar funciones de arbitraje y moderación en las pugnas de los partidos políticos y de representación del Estado. Era un hecho evidente que bajo las monarquías constitucionales europeas, a lo largo del siglo veinte, la democracia se consolidaba y las sociedades progresaban. Además, muchas monarquías estaban envueltas en un cierto halo de prestigio que la lejanía respecto a los súbditos y la ausencia de medios de comunicación como los actuales les confería respetabilidad y un cierto valor ejemplarizante para sus sociedades.

Pero hoy ya no es así. Ahora estamos al tanto de las miserias humanas que protagonizan los miembros de las Casa Reales. Los medios de comunicación, sin el temor reverencial del pasado, nos ponen al día de todo y ese halo, esa ejemplaridad ha desaparecido. Hoy, los príncipes quieren y tienen los mismos derechos que los demás ciudadanos conservando, eso sí, los privilegios ancestrales. Las Monarquías se han modernizado para que sus miembros gocen de los derechos de los plebeyos, prescindan de tradicionales obligaciones y conserven sus privilegios hereditarios. El valor simbólico y ejemplarizante de las monarquías ya no existe. La magia de las coronas ha desaparecido.

Ahora sabemos que al próximo Rey de Gran Bretaña le encantaría haberse convertido en el tampón de su amante. O que uno de sus hijos no tiene inconveniente en disfrazarse de nazi en una estupenda juerga. O que la futura Reina de Noruega tuvo un pasado más bien escabroso con escarceos con toda clase de substancias. O que el Rey de los belgas ha tenido que reconocer recientemente una paternidad extramatrimonial, algo, por cierto, más habitual de lo que parece. O que la futura Reina de España a la que traté en muchas ocasiones cuando era vecina de Rivas-Vaciamadrid ni era persona de creencias religiosas, ni monárquica.

Todo ello me plantea muchas dudas sobre la idoneidad de la monarquía en estos tiempos. Tengo muy claro que no me gustaría tener un Jefe de Estado con aspiraciones de tampón o de compresa aunque a los británicos parezca no importarles. E igual de claro tengo que con mis impuestos no me gustaría sostener a un Jefe de Estado cuya esposa no cree en la institución de la que forma parte. Si la monarquía no puede ser ejemplar, si sus miembros quieren ejercer los mismos derechos que cualquier ciudadano pero no las mismas obligaciones no veo ninguna razón de peso para sostenerla con mis impuestos y privarme de derecho a elegir a la persona que quiero que me represente como Jefe de Estado. Do ut des decían los romanos. Y si los miembros de las casas reales no están dispuestos a dar, yo tampoco.

Santiago de Munck Loyola