Los
datos de la EPA sobre el paro que hoy se han hecho públicos no pueden ser más
desalentadores: más del 27 % de desempleo, casi 2.000.000 de hogares españoles
con todos sus miembros en paro, más del 57 % de los jóvenes en paro…
Comunidades autónomas como Andalucía con un paro del 38 %. En fin, cifras y
datos tras los que se desarrollan auténticos dramas personales, proyectos
vitales truncados y sombrías perspectivas de futuro. Se mire por donde se mire,
estamos viviendo una situación dramática, una auténtica emergencia nacional que
no puede prolongarse por mucho más tiempo. No sirve de consuelo el argumento
que algunos esgrimen apelando a una desaceleración en el ritmo de destrucción
de empleo porque, lo cierto, es que cada vez queda menos empleo que destruir. Y
es posible que de no haberse adoptado muchas de las medidas que se ha visto
obligado a tomar el Gobierno de Rajoy se habrían perdido más puestos de trabajo
aún, pero eso es entrar en el terreno de las hipótesis y, en cualquier caso, no
sirve de nada a los más de 6.200.000 ciudadanos que se han quedado sin trabajo,
ni a los que están en riesgo de perderlo antes o después.
Una
de las primeras medidas que adoptó el Gobierno del Partido Popular, a pesar de
ser contraria a su propio programa, fue subir determinados impuestos para
recaudar más y recortar sueldos a los funcionarios públicos para gastar menos.
Ambas medidas, como desde estas líneas se anunció, suponían detraer dinero de
los bolsillos de los ciudadanos. Y a menos dinero en los bolsillos, menos
consumo y a menos consumo menor producción y más paro. Era evidente e
inexorable. Se sacrificó una parte de la liquidez en el mercado para obtener
más ingresos públicos con los que hacer frente a los intereses de la enorme
deuda pública generada en los últimos años. Pan para hoy y hambre para mañana.
Dígase lo que se diga, no se crea empleo subiendo impuestos.
Pero
es que además, a lo largo de los últimos meses, los ciudadanos no sólo hemos
visto reducida nuestra capacidad adquisitiva con las subida de impuestos y con
los recortes salariales, sino que, además, hemos sufrido y estamos sufriendo
muchos recortes que afectan a casi todas las esferas de nuestra vida diaria. Es
evidente que si no había, ni hay dinero para sostener el conjunto de
prestaciones públicas había que recortarlas hasta donde fuese posible. Sin
embargo, estos recortes que han afectado a la educación, a la salud o al
bienestar social no han venido acompañados de unos recortes paralelos en el
estatus de la clase política ni en las estructuras políticas de nuestro estado.
Padecemos un modelo de estado cuya estructura no es sostenible económicamente,
no hay dinero público suficiente para sostener este tinglado administrativo y
político que hemos construido durante los últimos treinta años. Y sin embargo,
no se abordado la imprescindible reforma de nuestras administraciones públicas
que no podemos costear. Hemos sido muy rápidos para reordenar las prestaciones
públicas que beneficiaban a los ciudadanos y desesperadamente lentos para
hincar el diente a un estado insostenible. Y, en paralelo, los gritos de
quienes se han venido oponiendo a cualquier recorte social han equilibrado sus
tremendos silencios para pedir recortes en nuestra estructura política y administrativa.
Todos
sabemos ahora que gastar mucho más de lo que ingresamos se paga con creces y
que ahora debemos dedicar mucho dinero a pagar intereses de lo que debemos,
dinero que nos sacan del bolsillo, vía impuestos o recortes, y que por tanto no
lo podemos dedicar a invertir y a generar empleo. Somos ahora más conscientes
que nunca que con la máquina de hacer dinero fuera de nuestro control no
podemos por nuestra cuenta incrementar la masa de dinero circulante. Estamos
percibiendo que la necesaria austeridad también tiene límites que una vez
rebasados la convierten en un profundo obstáculo para la recuperación. Hemos
constatado cómo los mercados se fían o no de nuestra capacidad y nos prestan
dinero caro o barato en función de la confianza que sepamos inspirar. Y sabemos
que sin más dinero circulando en los mercados, no puede haber más actividad
económica y que sin ésta no se pueden generar más empleos.
No
hay soluciones mágicas, ni recetas infalibles para solucionar este desolador
panorama y quien afirme estar en posesión de las mismas seguramente está
equivocado. Pretender insistir en aplicar las políticas económicas del anterior
gobierno sería rematar definitivamente al enfermo. Querer insistir sin
rectificaciones en el modelo actual es desesperantemente lento y agónico para
todos y especialmente los desempleados. Hay reformas estructurales que se
deberían haber abordado ya para flexibilizar más los mercados, para eliminar
trabas administrativas, suprimir controles superfluos, para acabar con
monopolios encubiertos de suministros, para unificar nuestro mercado interior
acabando con las barreras impuestas por las autonomías, etc. Y, además, se
tendría que haber empezado por rediseñar una estructura política y
administrativa y por impulsar la regeneración de la clase dirigente española
(la política, sindical y empresarial) que son los auténticos culpables de haber
infravalorado lo que se venía encima y de no haber sabido ofrecer las
soluciones para paliar los efectos de esta crisis. Se mire como se mire, lo cierto
es que padecemos un Estado que absorbe la mayor parte de los recursos y
energías de la sociedad y con esa losa encima es muy difícil avanzar.
Santiago
de Munck Loyola