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jueves, 30 de abril de 2020

Inconsciencia colectiva inducida.


Estamos atravesando en nuestras vidas una etapa que difícilmente habríamos imaginado hace tan solo 4 meses. Estamos en medio de una auténtica tragedia humana originada por un virus cuyo origen y dinámica aún desconocemos que se está llevando por delante la vida de decenas de miles de personas, que está enfermando a cientos de miles de compatriotas muchos de los cuales sufrirán secuelas graves y que está destapando las enormes carencias de nuestra, hasta ahora, placentera sociedad, tanto a nivel político, como económico, social e incluso moral.

Y lo más curioso es que siendo realmente espantosa la situación, la estamos atravesando con una elevada incapacidad de percibir y sentir el auténtico drama que se está desarrollando, con un grado de inconsciencia colectiva tan elevado que denota una elevada ausencia de empatía con el dolor y el sufrimiento ajeno. Lo que empezó como un agradecimiento diario casi espontáneo desde nuestras ventanas y balcones hacia quienes trabajan para cuidarnos y para que no nos falte lo esencial mientras estamos confinados ha ido degenerando en una cita para la fiesta y la diversión. El constante despliegue informativo sobre la evolución de la pandemia está sirviendo de plataforma para difundir cualquier noticia, bulo u ocurrencia en torno al virus, pero, salvo algunas honrosas excepciones, se omite cualquier referencia al sufrimiento y al horror diario que se vive en los centros hospitalarios, en los cementerios o en los hogares destrozados bien por la muerte de un ser querido, bien por la pérdida total de ingresos y la imposibilidad de mantener el sustento familiar. Para qué mencionar la asfixiante soledad a la que el largo encierro ha conducido a cientos de miles de personas.
No hay banderas a media asta, pocas banderas con crespones en nuestros balcones, no hay lacitos negros en las pantallas de las televisiones. Es como si lo importante fuera evitar que tomásemos conciencia del alcance de la tragedia y nos centrásemos exclusivamente en la difusión de mensajes positivos, como si ambos sentimientos fuesen radicalmente incompatibles.

Sí, nuestra sociedad está enferma y lo está sanitaria, económica y moralmente. Esta inconsciencia colectiva que desde los medios de comunicación nos han inducido no nos permite asumir la auténtica realidad del drama que se está desarrollando en torno nuestro, pero, aún peor, nos impide ver con claridad nuestro futuro inmediato que, queramos o no, va a ser otra tragedia irreversible. Es una realidad que al mismo tiempo que se han ido destruyendo sistemáticamente decenas de miles de vidas durante los tres últimos meses, también se ha destruido nuestra economía, la base de los ingresos de millones de hogares, el sustento económico del propio Estado que va a quedar sin recursos para hacer frente a la nuevas y enormes necesidades para la subsistencia de esos hogares. El estado del bienestar nacido en los años de la posguerra europea va a ser sucedido por el estado del malestar o de la simple supervivencia. Para hacernos una idea: la EPA (Encuesta de Población Activa) recientemente publicada señala que más de 500.000 empleos se han destruido tan solo en la segunda quincena de marzo, 900.000 empleos según el ministro de seguridad social.
El Producto Interior Bruto (PIB), es decir, la suma de todos los bienes y servicios finales que producimos ha caído en el primer trimestre nada menos que un 5,2 %, mientras que en el resto de Europa la caída ha sido de un 3,8%. Miles y miles de comercios, de negocios, de pequeñas y medianas empresas han cerrado para siempre. Lo que tenemos por delante es un panorama absolutamente desolador con millones de nuevos desempleados con un estado arruinado que tiene la caja de las pensiones vacía y que se las va a ver y desear para poder abonar las pensiones, el desempleo y cualquier otra prestación económica.
Eso significa más pobreza, hambre, estraperlo, más economía sumergida para escapar de la voracidad fiscal de un estado arruinado, conflictos sociales, inseguridad y un largo etcétera como corresponde a una economía de posguerra, en este caso, tras una guerra contra un invasor invisible. Y a todo ello habrá que sumar que el enemigo estará por bastante tiempo entre nosotros y que no será desactivado hasta que no se descubra una vacuna efectiva.

Sí, el panorama es desolador y no se trata de ser catastrofista, sino realista. Se trata de que es hora de abrir los ojos, de asumir la realidad, de abandonar esa inconsciencia colectiva tan irresponsable en la que estamos sumidos. Es patético y ridículo que la mayoría de los programas televisivos se centren en cuestiones tales como si se va a poder ir a la playa este verano o no, o que se nos anuncie una “nueva normalidad” como si a partir de una fecha más o menos próxima vayamos a poder retomar nuestra vida habitual con algunos cambios y limitaciones. La etapa que se va a abrir tras el fin del estado de alarma no debería ser calificada de “nueva normalidad” sino de “reconstrucción nacional” porque eso es lo único que entre todos deberemos hacer. Adaptar nuestras vidas, nuestros hábitos y costumbres a una nueva realidad, a un mundo diferente caracterizado por la pobreza generalizada y amenazado todavía por el virus latente. El reto es enorme y también lo es la responsabilidad de la clase política, de los movimientos sociales y de los comunicadores para afrontarlo. Somos una Nación capaz de resurgir, pero nuestra capacidad no puede seguir anestesiada con una inconsciencia colectiva deliberadamente inducida. Ya somos muy mayorcitos para seguir pensando que vivimos en el mundo de Yupi y que, pase lo que pase, papá-estado nos lo solucionará. 

Santiago de Munck Loyola

jueves, 25 de abril de 2013

Los demoledores datos de la EPA.



Los datos de la EPA sobre el paro que hoy se han hecho públicos no pueden ser más desalentadores: más del 27 % de desempleo, casi 2.000.000 de hogares españoles con todos sus miembros en paro, más del 57 % de los jóvenes en paro… Comunidades autónomas como Andalucía con un paro del 38 %. En fin, cifras y datos tras los que se desarrollan auténticos dramas personales, proyectos vitales truncados y sombrías perspectivas de futuro. Se mire por donde se mire, estamos viviendo una situación dramática, una auténtica emergencia nacional que no puede prolongarse por mucho más tiempo. No sirve de consuelo el argumento que algunos esgrimen apelando a una desaceleración en el ritmo de destrucción de empleo porque, lo cierto, es que cada vez queda menos empleo que destruir. Y es posible que de no haberse adoptado muchas de las medidas que se ha visto obligado a tomar el Gobierno de Rajoy se habrían perdido más puestos de trabajo aún, pero eso es entrar en el terreno de las hipótesis y, en cualquier caso, no sirve de nada a los más de 6.200.000 ciudadanos que se han quedado sin trabajo, ni a los que están en riesgo de perderlo antes o después.

Una de las primeras medidas que adoptó el Gobierno del Partido Popular, a pesar de ser contraria a su propio programa, fue subir determinados impuestos para recaudar más y recortar sueldos a los funcionarios públicos para gastar menos. Ambas medidas, como desde estas líneas se anunció, suponían detraer dinero de los bolsillos de los ciudadanos. Y a menos dinero en los bolsillos, menos consumo y a menos consumo menor producción y más paro. Era evidente e inexorable. Se sacrificó una parte de la liquidez en el mercado para obtener más ingresos públicos con los que hacer frente a los intereses de la enorme deuda pública generada en los últimos años. Pan para hoy y hambre para mañana. Dígase lo que se diga, no se crea empleo subiendo impuestos.

Pero es que además, a lo largo de los últimos meses, los ciudadanos no sólo hemos visto reducida nuestra capacidad adquisitiva con las subida de impuestos y con los recortes salariales, sino que, además, hemos sufrido y estamos sufriendo muchos recortes que afectan a casi todas las esferas de nuestra vida diaria. Es evidente que si no había, ni hay dinero para sostener el conjunto de prestaciones públicas había que recortarlas hasta donde fuese posible. Sin embargo, estos recortes que han afectado a la educación, a la salud o al bienestar social no han venido acompañados de unos recortes paralelos en el estatus de la clase política ni en las estructuras políticas de nuestro estado. Padecemos un modelo de estado cuya estructura no es sostenible económicamente, no hay dinero público suficiente para sostener este tinglado administrativo y político que hemos construido durante los últimos treinta años. Y sin embargo, no se abordado la imprescindible reforma de nuestras administraciones públicas que no podemos costear. Hemos sido muy rápidos para reordenar las prestaciones públicas que beneficiaban a los ciudadanos y desesperadamente lentos para hincar el diente a un estado insostenible. Y, en paralelo, los gritos de quienes se han venido oponiendo a cualquier recorte social han equilibrado sus tremendos silencios para pedir recortes en nuestra estructura política y administrativa.

Todos sabemos ahora que gastar mucho más de lo que ingresamos se paga con creces y que ahora debemos dedicar mucho dinero a pagar intereses de lo que debemos, dinero que nos sacan del bolsillo, vía impuestos o recortes, y que por tanto no lo podemos dedicar a invertir y a generar empleo. Somos ahora más conscientes que nunca que con la máquina de hacer dinero fuera de nuestro control no podemos por nuestra cuenta incrementar la masa de dinero circulante. Estamos percibiendo que la necesaria austeridad también tiene límites que una vez rebasados la convierten en un profundo obstáculo para la recuperación. Hemos constatado cómo los mercados se fían o no de nuestra capacidad y nos prestan dinero caro o barato en función de la confianza que sepamos inspirar. Y sabemos que sin más dinero circulando en los mercados, no puede haber más actividad económica y que sin ésta no se pueden generar más empleos.

No hay soluciones mágicas, ni recetas infalibles para solucionar este desolador panorama y quien afirme estar en posesión de las mismas seguramente está equivocado. Pretender insistir en aplicar las políticas económicas del anterior gobierno sería rematar definitivamente al enfermo. Querer insistir sin rectificaciones en el modelo actual es desesperantemente lento y agónico para todos y especialmente los desempleados. Hay reformas estructurales que se deberían haber abordado ya para flexibilizar más los mercados, para eliminar trabas administrativas, suprimir controles superfluos, para acabar con monopolios encubiertos de suministros, para unificar nuestro mercado interior acabando con las barreras impuestas por las autonomías, etc. Y, además, se tendría que haber empezado por rediseñar una estructura política y administrativa y por impulsar la regeneración de la clase dirigente española (la política, sindical y empresarial) que son los auténticos culpables de haber infravalorado lo que se venía encima y de no haber sabido ofrecer las soluciones para paliar los efectos de esta crisis. Se mire como se mire, lo cierto es que padecemos un Estado que absorbe la mayor parte de los recursos y energías de la sociedad y con esa losa encima es muy difícil avanzar.

Santiago de Munck Loyola


lunes, 3 de septiembre de 2012

Las retribuciones con dinero público: ni justas, ni equitativas.



La grave crisis que atraviesa nuestra Nación genera incesantes noticias a diario. La prima de riesgo, la Bolsa, los recortes, los rescates, el desempleo o los desahucios se han convertido en los protagonistas informativos y en una fuente de preocupación permanente para los españoles. Esta impresionante crisis o recesión, que hace dos años era tan sólo una desaceleración para los socialistas y sindicatos, se está llevando todo por delante y está obligando al Gobierno Popular a hacer recortes y auténticas podas, aunque prefieran hablar de ajustes. Por cierto, si hay una característica que une a la clase política, sea del color que sea, es su afición a pervertir el lenguaje, a utilizar eufemismos para suavizar sus acciones e hipérboles para definir las del adversario.

Ayer, el Diario ABC ofrecía en sus páginas una entrevista realizada al Presidente Rajoy. Preguntado sobre los sacrificios impuestos a los ciudadanos, el Presidente manifestaba que “estamos intentando ser justos y equitativos a la hora de repartir los esfuerzos”. Reflexionando sobre ello y sobre la realidad que los ciudadanos sentimos en nuestras vidas diarias, se puede pensar que el Gobierno efectivamente lo está intentando, pero sin conseguirlo. Lo cierto es que los esfuerzos y sacrificios no se están distribuyendo de una forma justa y equitativa y hay muchos ejemplos que pueden ilustrar esta afirmación. La justicia y la equidad de las medidas adoptadas, de los recortes que se están produciendo, no están a la altura del programa y de los principios ideológicos del Partido que sustenta al Gobierno, ni por supuesto, de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Hace tan sólo ocho meses, en el mes de enero, en otra entrevista al Presidente Rajoy afirmó que había optado por incrementar el IRPF porque era más justo y equitativo, quien más tenía debía contribuir más, que incrementar el IVA, que supondría un aumento indiscriminado de la imposición, igual para ricos que pobres al no considerar el nivel de renta. Y ¿ahora qué? ¿En qué quedamos?

A ninguno nos gusta que nos suban los impuestos o que nos recorten el sueldo año tras año, como en el caso de los empleados públicos, pero nos gusta aún menos cuando constatamos que las cargas que se nos imponen para salir de esta crisis no se distribuyen con justicia y equidad. Y voy a referirme a un aspecto que ya he mencionado en varias ocasiones en estas páginas pero que ilustra, como pocos, la posibilidad real de redistribuir mejor y de forma más justa las cargas de la crisis. Me refiero al uso del dinero público, del dinero de los contribuyentes, a la hora de pagar salarios.

Buena parte de nuestro dinero recaudado por las administraciones públicas se destina a pagar el sueldo de los empleados públicos (políticos y asimilados, funcionarios, funcionarios de empleo, laborales, etc.) y otra buena parte de ese dinero se destina a empresas privadas a través de ayudas o subvenciones, en las que como es lógico se pagan sueldos. En cualquier caso, se trata de dinero público que se destina al pago de retribuciones. Pues bien, tratándose de dinero público no tiene mucho sentido que en España, en medio además de esta situación económica que impone criterios de austeridad, no exista una norma que regule y unifique las tablas salariales que puedan aplicarse. Nos encontramos con una curiosa situación: el máximo jefe del dinero público, el Presidente del Gobierno, gana en muchos casos menos que muchos de sus subordinados. Una situación impensable en el ámbito de la empresa privada. Los reinos de taifas salariales son una realidad en España.

Por una parte, los Presupuestos Generales del Estado fijan anualmente los topes retributivos de los empleados públicos pero de esta limitación se escapan todos los cargos políticos (nacionales, autonómicos y locales) de modo que muchos Alcaldes y Presidentes autonómicos ganan hasta un 50 % o más que el Presidente del Gobierno. Por otra parte, los directivos de las empresas públicas y algunos empleados, como los de RTVE con contratos superiores a los 150.000 € anuales, también se escapan de las tablas salariales fijadas en los Presupuestos del Estado. Hay directivos de ADIF y de otros entes públicos que triplican el salario del Presidente del Gobierno, del “Jefe” de la “empresa”. Por último, nos encontramos que empresas privadas o semi-privadas que subsisten gracias a las ayudas o subvenciones públicas, es decir, al dinero de los contribuyentes abonan retribuciones de 500.000 € anuales como en el caso de las entidades financieras que reciben ayudas públicas. No tiene lógica, ni sentido común esta situación. Si para percibir subvenciones o determinadas ayudas públicas una empresa privada tuviese que ajustar las retribuciones de su personal a los baremos públicos el panorama cambiaría radicalmente. Es inaceptable, por ejemplo, que una empresa que acude a un ERE y concierta jubilaciones anticipadas que tienen un elevado coste para las arcas públicas, no sólo siga repartiendo beneficios entre sus accionistas, sino que además mantenga retribuciones multimillonarias entre sus directivos.

Hay quien justifica esta situación sosteniendo que estas retribuciones son necesarias en el sector público para captar a los mejores gestores que, en caso contrario, podrían marcharse al sector privado. Pues bien, este argumento no es válido. Primero, porque todos sabemos que la mayoría de los directivos de empresas públicas no llegan al puesto por ser los mejores en su ramo, sino porque son poseedores de un carnet político y tienen un buen padrino. Y en el ámbito público los méritos y la capacidad se miden conforme a la Ley. Otros justifican esos sueldos por la “enorme responsabilidad” que su desempeño conlleva. Ya. Y el funcionario “cirujano” en cuyas manos ponemos nuestra vida ¿no tiene una enorme responsabilidad?  Y el funcionario “profesor” en cuyas manos ponemos la educación de nuestros hijos ¿no tiene también una enorme responsabilidad? Pues seguramente tienen una responsabilidad mucho mayor que la de esos directivos y cargos públicos y, sin embargo, su sueldo está perfectamente regulado y limitado año tras año. Y lo que es peor, perfectamente recortado (o ajustado) año tras año también. Que un directivo de una Caja de Ahorros arruinada pueda cobrar 500.000 euros anuales apelando a la responsabilidad que ello conlleva mientras que un médico no pase de 50 ó 60.000 euros al año, no tiene nombre.

Por ello, cuando se constata que a los empleados públicos, gobierne quien gobierne, es a los primeros a los que se les pide e imponen sacrificios, porque su salario lo pagamos todos, mientras que a los directivos de empresas y entes públicos y a los de empresas privadas y entidades financieras fracasadas no sólo no se les exige lo mismo sino que, además, se les mantiene en un plano salarial privilegiado, aunque su sueldo también lo paguemos todos, surge la indignación y la exigencia de una política de austeridad más justa y más equitativa.

Hace falta ya una Ley sobre retribuciones con fondos públicos. Una Ley que afecte a todos cuantos perciban un salario con origen directo o indirecto en la hacienda pública, sea en el sector público o en el sector privado Un Ley que establezca unas tablas salariales como las que se aplican a los empleados públicos y que impida que, con cargo al dinero de los contribuyentes, nadie cobre un euro más que el Presidente del Gobierno. Así, cuando se habla de justicia y equidad en el reparto de las cargas de la crisis no habría tanto hueco para la incredulidad y el escepticismo.

Santiago de Munck Loyola