Si la política nunca ha sido una
actividad especialmente apreciada por la mayoría de los ciudadanos hoy,
desgraciadamente, lo es aún menos. Pocas cosas pueden resultar en nuestros días
menos atractivas para mucha gente que la política. La conducta de buena parte
de la clase política y los malos hábitos y vicios de los partidos y demás
instituciones están en el origen de ello. Se palpa un absoluto desengaño y
hastío hacia la política, los partidos, los políticos y las instituciones.
Existe un hartazgo generalizado y, sin embargo, casi todo el mundo en un
momento u otro del día habla de la situación política de nuestro país y opina
sobre unos u otros. No es infrecuente escuchar frases como “todos son iguales”,
“todo son mentiras” o “para qué molestarse, van a seguir haciendo lo que les dé
la gana”. En los encuentros familiares, en las reuniones de amigos, en la
compra o en el trabajo se escuchan estas frases que, en el fondo, no hacen otra
cosa que expresar una desconfianza profunda hacia la política y sus actores.
Mucha gente no quiere saber nada de la política, pero no puede sustraerse a sus
efectos porque la política está presente, querámoslo o no, en todas las facetas
de nuestra vida.
Y este estado anímico alcanza
incluso a la gente más próxima de quienes aún creemos que la política, con
todos sus defectos e imperfecciones, es una noble tarea por la que merece la
pena luchar. Las advertencias o los consejos en los círculos más próximos se
suceden: “no te esfuerces tanto que las cosas no van a cambiar”, “¿Para qué te
molestas? ¿No has aprendido todavía que todos los partidos son iguales y que no
quieren gente preparada y con iniciativa?”, “¿Para qué te esfuerzas? Sin
padrinos o amigos no vas a llegar a ningún sitio…” Y me resisto a aceptarlo. Me
resisto a tirar lo toalla a pesar de las muchas desilusiones que a lo largo de
más de 30 años de activismo político he sufrido.
Es cierto que el mundo de la
política y todo lo que en ocasiones le rodea no es muchas veces precisamente
ejemplar, pero no es menos cierto que se diferencia muy poco del ambiente que
puede existir en el mundo laboral, empresarial o sindical. El mundo de la
política no es un mundo aislado, no es una burbuja desconectada de la realidad
social, sino que se nutre de ella para lo bueno y para lo malo. Las lealtades
personales cambiantes, la desconfianza, las meteóricas carreras de los
medradores profesionales, las traiciones, el incumplimiento de los compromisos
o de la palabra dada, el amiguismo, el favoritismo o el acoso son algunos de
los comportamientos que, si bien se resaltan mucho cuando hablamos del mundo
político, también están a la orden del día en el mundo de la empresa o en el de
las relaciones personales. Se trata de conductas propias de la condición humana
y sobre todo de conductas íntimamente relacionadas con los valores y principios
rectores de las conductas individuales.
La corrupción, por ejemplo, no es
un mal exclusivo de la política ni de los políticos, sino que se encuentra
presente en todas las esferas de la vida social. Se tiende a magnificar y a
subrayar sus manifestaciones en la política porque, al fin y al cabo, la
política es una esfera pública y porque en un sistema democrático todos los
ciudadanos somos o deberíamos ser los “dueños” de la política y, por tanto,
estamos o deberíamos estar más que legitimados para denunciarla y exigir las responsabilidades
a que hubiere lugar. Los ciudadanos somos los accionistas de una gran empresa
que se llama España y como tales tenemos los mismos derechos y las mismas
obligaciones que el accionariado de una empresa para exigir resultados y
demandar responsabilidades.
Sin embargo, la política no es
mala por si misma, son malos muchos de sus protagonistas y si conservan su
protagonismo es porque la mayoría de los ciudadanos les dejan, por acción o por
omisión. La política es una noble tarea, la única cuya razón de ser es la
transformación pacífica de la sociedad. Es desde la acción política, desde el
compromiso activo, donde el ciudadano puede invertir la situación. La vida
política es patrimonio de todos los ciudadanos. Quejarse, lamentarse o
conformarse dando por sentado que nada puede cambiar no conduce a nada, tan
solo sirve para reforzar la situación de quienes con su conducta manchan
diariamente la vida política. Abstenerse o votar a los de siempre tampoco
servirá para que la política recupere la limpieza y el brillo que debería
tener. Hoy más que nunca los ciudadanos disponemos de formación e información
permanente para poder actuar, para poder influir de forma decisiva en la
transformación de nuestro entorno. No hay sistemas políticos eternos, no hay poderes
infranqueables, no existen partidos políticos imbatibles y los ciudadanos
disponemos de más y mejores instrumentos para que nuestra voluntad sea la que
haga de la política un bien al servicio exclusivamente de las personas. Si
queremos, podemos.
Santiago de Munck Loyola
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