Tenía 10 años recién cumplidos cuando ingresé en el Seminario Menor de Rozas de Puerto Real para cursar el primer curso de Bachillerato. El curso escolar había empezado hacía unos días por lo que mis padres me llevaron en coche hasta allí. Tras presentarme al sacerdote que nos recibió y despedirme, se marcharon. Empecé entonces una nueva etapa en mi vida que habría de prolongarse hasta tercero de bachillerato, después iría al seminario de Alcalá de Henares y al de Madrid, en la Calle Jerte.
Recuerdo que al llegar, a media mañana, todo el mundo estaba en clase. Me llevaron a los dormitorios y me asignaron un pequeño cuarto, no una camarilla. Los dormitorios, cada uno bajo una advocación de la Virgen, eran grandes salas divididas en pequeños espacios, las camarillas. Se trataba de tabiques en forma de U con una cortina al frente en cuyo interior había una cama y un armario. Don Leopoldo, el sacerdote que enseñaba matemáticas, fue el primero en saludarme y presentarse. Lo hizo tres veces en el mismo día: “Así que tú eres el pequeño belga que se incorpora ¿no? Yo soy Leopoldo. Bienvenido”. Era un poco despistado.
El Seminario era un inmenso edificio situado sobre una colina rodeado de prados, bosques y montañas, a unos cinco kilómetros del pueblo más cercano. Rozas de Puerto Real, Navahondilla, Sotillo de la Adrada y Casillas eran los pueblos próximos a los que nos acercábamos los miércoles cuya tarde era libre. Se trataba de un ritual: marchar deprisa en grupos de amigos, llegar al pueblo, ir al bar o a una tienda y comprar pipas o tomarse un vaso de casera y, en ocasiones, una “torera” y emprender el regreso.
El edificio principal estaba rodeado por algunas construcciones: la casa de Don Tiburcio, a la entrada, que era una pequeña casa en la que residía un sacerdote muy mayor que había sido administrador del Seminario, unas cocheras, un edificio donde vivían los trabajadores, el Tío Eugenio y el Tío Eusebio que padecía Parkingson, “los pajares” y las “cochiqueras”. El Seminario contaba con unas instalaciones ganaderas con vacas, gallinas y cerdos con los que se aprovisionaba en parte la cocina. Había personal de cocina y de limpieza con el que también trabajaban las monjas, las Hermanas de la Caridad. Recuerdo especialmente a la Sra. Concha, la cocinera, a la Hermana Altagracia, a la Sra. Carmen y a muchas otras cuyo nombre he olvidado, pero no sus caras, ni el trato siempre cariñoso que me dispensaron.
Éramos más de 200 alumnos que cursábamos 1º y 2º de bachillerato. Para todos fue una inmensa alegría cuando el Obispo decidió que íbamos a cursar 3º también en Rozas en lugar de pasar al Seminario de Alcalá. Contábamos con tres campos de fútbol, una pista de baloncesto, un campo de balonmano, un frontón y una piscina al aire libre que sólo se usaba en el último mes del curso y aún así con una agua muy fría.
Durante las primeras semanas fui “adoptado” por los de 2º con quienes pasaba la mayor parte de los recreos. Después tuve mi pandilla, mis amigos: Saúl, Manolo Ortega, Queco y Jesús Ortega principalmente. Juntos pasábamos la mayor parte de las tardes. Nuestro lugar favorito eran “las cataratas”. Un rincón del arroyo situado junto a una chopera camino del monte por excelencia de la zona, “el Pelado”.
Nos despertaban por la mañana con música: “Bendita sea la luz del día…” era la estrofa inicial de una de las canciones. Mozart, Beethoven, los arreglos de Waldo de los Ríos o María Ostiz eran nuestros 40 principales matutinos. Tras asearnos y hacer la cama (había que deshacerla entera y volverla a hacer) había que bajar y pasar la inspección de los zapatos limpios. Estaba prohibido bajar a la planta baja por el último tramo de la escalera principal. Había que dar un rodeo y bajar por la escalera del campanario.
El desayuno podía ser, en pleno invierno, una incógnita pues en más de una ocasión la nieve impedía llegar al panadero. De todos modos, invariablemente, se empezaba a desayunar tostadas de pan del día anterior seguido de pan del día.
Por las mañanas clases. Por las tardes dos largos recreos interrumpidos por una hora de clase y por la merienda. Al anochecer, estudio en una gran sala donde teníamos nuestros pupitres y vigilados por alguno de los sacerdotes. Misa voluntaria en medio del estudio. Después la cena, algo de tiempo libre que mis amigos y yo aprovechábamos muchas veces para ir con linternas a las cochiqueras para ver nidos de golondrinas y, sobre todo, porque estaba prohibido y era una aventura hacerlo. Paso por la Capilla y a la cama. En 1º, ducharse era una aventura. Las duchas, situadas en el sótano, no contaban que llaves individuales para regular la temperatura del agua. El tío Eugenio, un hombre muy mayor, estaba encargado de regular la temperatura con dos llaves principales. Los gritos se sucedían: “más caliente”, “más fría”, así hasta alcanzar una temperatura aceptable.
En 2º se organizó un Grupo Scout y fuimos encuadrados en patrullas. Cada Patrulla disponía de un pequeño habitáculo en el pajar y de una pequeña parcela en el bosque, junto al arroyo, en la que construimos cabañas. El día que le tocaba de “servicio” a tu Patrulla, nos ocupábamos de vigilar la limpieza de zapatos, de que todo el mundo saliera al recreo en chándal, de tocar la campana para señalar el fin de las clases, de tocar la sirena y de hacer un mural informativo.
Jugar al frontón, a la “bigarda”, al clavo, recorrer aquellos montes, los bosques de pinos, seguir el curso del arroyo, cazar grillos, renacuajos, culebras, recoger castañas y níscalos en otoño, espárragos trigueros en primavera, plantas aromáticas, hacer carreras con barcas de corcho por las acequias eran actividades con las que disfrutaba constantemente.
Rozas de Puerto Real, el Seminario, fue mucho más que un colegio. La gran familia de la alegría rezaba una pintada en el frontón. Y para mi lo fue. Es cierto que los domingos por la tarde me costaba y entristecía dejar mi casa para volver al seminario. Cogíamos el autobús a las 8 en las Vistillas, en Madrid y llegábamos casi a las 11 a Rozas donde nos esperaba un vaso de leche con galletas. Me costaba el trayecto. Me entristecía. Pero aquellos religiosos y seglares que nos cuidaban, enseñaban y educaban hacían del Seminario algo muy parecido a una familia. Don Francisco, el Rector, D. Eduardo, D. Tomás, D. Fermín, D. Carlos, La “Seño”, D. Vicente, D. Antolín, D. Manuel, D. Javier y tantos otros fueron más que simples profesores. Fueron formadores y nos transmitieron valores que en mayor o menor medida calaron en nuestras vidas. Para todos ellos no puedo tener más que palabras de cariño y de profundo agradecimiento. Tuve mucha suerte por haberles conocido. Tuve mucha suerte por haber estado en el Seminario de Rozas. Fueron siempre un testimonio de esa Iglesia comprometida y que desgraciadamente nunca es noticia. Siempre les he tenido y les tendré presentes.
Santiago de Munck Loyola