Hace poco más de una década participé en un Curso de Verano, en el Escorial, titulado el “Primer Gobierno del Partido Popular”. Uno de los ponentes de aquel curso era D. Mariano Rajoy Brey. Tras su conferencia se abrió el turno de preguntas y, tras presentarme, le pregunté sobre el cumplimiento de los compromisos del PP en torno a la regeneración democrática (Consejo General del poder Judicial, Tribunal Constitucional, etc.) Recuerdo perfectamente que su respuesta fue evasiva, concretó poco. Pero, girándose hacia el moderador, Bermúdez de Castro, le dijo bromeando: ¿estás seguro de que Santiago es de los nuestros?
El anuncio realizado ayer por la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, de la reforma del sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y de los miembros del tribunal Constitucional, así como la recuperación del recurso previo de inconstitucionalidad constituye una excelente noticia para quienes defienden la regeneración democrática que pasa necesariamente, entre otras cosas, por la independencia del poder judicial y la separación entre los poderes del Estado. Por el contrario, se trata de una mala noticia para quienes no creen en la separación de poderes como nota distintiva y definitoria de un régimen democrático, para quienes el sometimiento de los poderes públicos al imperio de la Ley no es sino un simple enunciado carente de eficacia.
La Vicepresidenta anunció que la intención del Gobierno es impulsar las reformas legislativas necesarias para volver al sistema vigente hasta 1985, cuando el PSOE, por sorpresa y mediante una enmienda de última hora, reformó el procedimiento existente, sin ningún tipo de diálogo ni consenso con la oposición, para que los miembros del Consejo General del Poder Judicial fueran elegidos por los parlamentarios y no por los componentes de dicho poder. Con aquella decisión se quebró la separación de poderes consagrada en la Constitución y el legislativo, dominado ampliamente por el Partido Socialista, se convirtió en el poder hegemónico del Estado. Es entonces cuando el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, proclamó ufano que “Montesquieu había muerto”. Pues bien, como no hay mal que cien años dure, todo parece indicar que Montesquieu puede resucitar pronto en nuestro país.
Es evidente que la actual configuración y ordenación de uno de los poderes básicos del Estado es claramente deficiente y manifiestamente mejorable. Son muchas las anomalías que aquejan al poder judicial y, seguramente, algunas de ellas derivan de un sistema de autogobierno, previsto en el Art. 122 de la Constitución, que ha sido adulterado por el contenido de la Ley Orgánica que lo desarrolla. La politización de la Justicia en los últimos años ha sido más que evidente.
Constituye una anomalía, inaceptable en cualquier país democrático, que en España se pueda adivinar con gran precisión el sentido y la orientación que una sentencia futura habrá de tener en función de la etiqueta del magistrado o magistrados juzgadores, determinada por el color del partido que los haya propuesto o promovido para su puesto. Del mismo modo, es una anormalidad democrática que, poco a poco, el Tribunal Constitucional, conceptuado primitivamente más como un órgano político que judicial, haya terminado por imponerse en algunos asuntos a la cúspide de la pirámide judicial, al mismo Tribunal Supremo, enmendándole la plana en temas como los relativos a ilegalizaciones de partidos terroristas. Y qué decir de jueces que salen de la magistratura, se meten en política, fracasan ahí, vuelven a la magistratura e investigan a sus ex jefes políticos o de magistrados que recaudan fondos para universidades y después se permiten el lujo de dictar resoluciones judiciales que afectan a sus generosos donantes. Y qué decir de la actitud partidista y sectaria de la fiscalía que, en estos últimos años, se ha convertido en muchos lugares de España en un auténtico aparato inquisidor al servicio descarado del partido del gobierno.
La justicia en España necesita un buen repaso y no sólo se trata de dotarla de los medios económicos y personales necesarios para agilizar su funcionamiento, sino de proporcionarle la independencia, la profesionalidad y los principios éticos para que su configuración como poder básico del estado, garante de los derechos y libertades de los ciudadanos, sea la propia de un estado sometido siempre al imperio de la ley.
Queda mucho por hacer en este sentido y no lo va a tener fácil, tampoco en este campo, el nuevo Gobierno de España. Pero, aún no teniéndolo fácil por la actitud de socialistas y nacionalistas, cuenta con el respaldo de una sólida mayoría parlamentaria para impulsar propuestas como las anunciadas por la Vicepresidente y que se encaminan hacia la regeneración democrática de nuestro sistema democrático.
Santiago de Munck Loyola
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