El brutal asesinato de doce
personas en París cometido por unos fanáticos islamistas ha conmocionado a toda
la opinión pública occidental. Diez empleados de la revista satírica “Charlie
Hebdo” y dos agentes de policía fueron asesinados ayer fríamente por dos
ciudadanos franceses musulmanes de origen argelino. Las imágenes del atentado
en las que se puede apreciar la frialdad y precisión de los terroristas al
rematar en el suelo a uno de los policías herido han dado la vuelta al mundo.
Hoy se han celebrado concentraciones de repulsa en las principales ciudades europeas
a las que se han sumado cientos de miles de ciudadanos.
Nuestra querida y vieja Europa
está enferma, muy enferma. Nuestra sociedad occidental tan satisfecha de si
misma padece un serio proceso degenerativo y las reacciones a este brutal
atentado son una buena prueba de ello. No me refiero a las reacciones de gentuza
como los filoterroristas de Bildu que hoy han impedido en el Parlamento Vasco
la aprobación de una declaración de condena pactada entre todos los demás
grupos políticos, ni a la reacción de sujetos tan despreciables como Willi
Toledo y otros más siempre dispuestos a buscar explicaciones o justificaciones
a lo que solo puede merecer la condena y repulsa de cualquier persona decente.
No, no me refiero a esos, sino al conjunto de nuestra sociedad. Una sociedad
que de forma prácticamente unánime se solidariza con estas víctimas, con sus
familias, sus amigos y compañeros de los medios de comunicación, una sociedad
que se moviliza para expresar su condena, su rechazo y su dolor ante la brutal
muerte de estas doce personas, una sociedad cuyos gobiernos se movilizan para
perseguir a los culpables y para prevenir policialmente nuevas posibles
acciones de los terroristas musulmanes. Pero se trata de la misma sociedad que prácticamente
no se altera por el brutal genocidio que a estas mismas horas están padeciendo
las comunidades cristianas en Siria, Irak o Pakistán. Es la misma sociedad que
permanece pasiva ante el diario asesinato de decenas de personas, hombres,
mujeres y niños, en estos países, la misma sociedad que permite la difusión de
los repugnantes videos de esas ejecuciones que los salvajes asesinos graban
para enaltecer sus atrocidades cometidas en nombre del Islam y seguir
reclutando más asesinos en nuestros países, en nuestras ciudades, en nuestras
calles. Porque los tenemos aquí. Les estamos dando todo para que un día nos
arrebaten la libertad o la vida. Nos conmocionamos por “nuestros” muertos, por
los atentados en “nuestra” casa y, al mismo tiempo, ignoramos a los de “allí”.
Una parte del Islam nos ha
declarado la guerra. Pero nuestra querida y vieja Europa está enferma, débil
moralmente, instalada en lo políticamente correcto e incapacitada para
reconocer el origen del problema y, por tanto, para adoptar las soluciones necesarias
para erradicarlo. Poco a poco hemos ido cediendo nuestras conquistas políticas
y morales a la presión de quienes, por convicciones religiosas, son enemigos e incompatibles
con las libertades y derechos fundamentales que inspiran nuestras sociedades. Hemos
abierto nuestras puertas y ni tan siquiera hemos sido capaces de exigir algo
tan básico y justo como el principio de reciprocidad. Los islamistas radicales,
los yihadistas, son una expresión concreta del Islam. Son musulmanes
extremistas para los que todo lo que sea occidental es intrínsecamente perverso.
A los europeos nos ha costado siglos alcanzar unos estados más o menos laicos en
los que la religión ha sido reconducida al ámbito de la vida privada. Y esa
laicidad es inaceptable para gran parte de los musulmanes.
Es una auténtica
paradoja que en la Francia laica por excelencia se introduzcan las
prescripciones religiosas islámicas hasta el punto de habilitar piscinas
públicas para el uso exclusivo de mujeres, todo ello en nombre de una supuesta
multiculturalidad, una errónea concepción de la tolerancia religiosa y una
fraudulenta idea de coexistencia que no es otra cosa que cesión y traición a la
proclamada laicidad del estado francés.
El Islam es incompatible con los
derechos y libertades fundamentales sobre los que se basan nuestras sociedades
occidentales y cuanto antes lo reconozcamos, antes podremos seguir progresando
como sociedades de ciudadanos libres. Intentar exportar nuestros derechos y
libertades o nuestros sistemas democráticos a los países islámicos es una
utopía. Tolerar la expansión de sus normas en nuestras sociedades occidentales,
un suicidio. Basta leer libros como “las prohibiciones del Islam” de la
profesora francesa Anne-Marie Delcambre o como “la fuerza de la razón” de la
fallecida periodista italiana Oriana Fallaci para darnos cuenta de ello.
Nuestra sociedad debe despertar.
No basta con que nuestros gobiernos activen todas las capacidades policiales
preventivas, es preciso que empiecen a establecer rígidos límites a todos
cuantos cuestionan los fundamentos más básicos y elementales que nos han
permitido construir tras siglos de sufrimiento un espacio tan preciado de
libertades individuales y colectivas y que ninguna fe puede poner en cuestión. Aquí
no.
Santiago de Munck Loyola
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