Acababa de terminar 4º de bachillerato en el seminario de Alcalá de Henares. Había sido un curso duro entre otras cosas por la disciplina del Centro, muy diferente al ambiente familiar que había vivido en Rozas de Puerto Real. Un día del mes de julio de 1972, mis padres me preguntaron si me gustaría ir a estudiar un año en Bélgica en casa de unos conocidos suyos, la familia Lambot. Me pareció una buena idea pero no estaba seguro. Concertaron una comida con el matrimonio para que les conociese, pero sin mis padres. Un día, cogí el autobús, el 43, y me dirigí al encuentro. Llegué al Hotel Cuzco, en la Plaza de Lima de Madrid, y allí me esperaban Jean Paul y Gabi, el matrimonio Lambot. No fue fácil la comunicación: ellos no sabían nada de español y yo tan sólo conocía algunas palabras en francés. Pero todo fue bien. Acepté y a primeros de septiembre con 14 años recién cumplidos llegué a su casa. Estaba situada en el campo, en un pequeño pueblo llamado Limal.
Y empecé mis estudios, 5º Latín Griego, en el Colegio de Notre Dame de Basse-Wavre. Fue un cambio radical de forma de vida, pero muy aleccionador. Todas la mañanas debía andar, todavía de noche, un par de kilómetros hasta la parada del autobús. Llegaba a Wavre, a la Plaza de la Estación, y debía recorrer andando otros cuatro kilómetros hasta el colegio. Se trataba de un gran y antiguo edificio que, en tiempos, había sido seminario y en el que también había cursado algún año mi padre. El colegio contaba con unos campos de fútbol espectaculares, laboratorios, un moderno gimnasio y aulas audiovisuales para los idiomas. Había también alumnos en régimen de internado. En la clase éramos 23 alumnos y contábamos con un tutor, el padre Cornet. Los primeros meses fueron muy duros. A la lejanía familiar tenía que añadir la dificultad del idioma y unos hábitos escolares completamente distintos. El rigor y la disciplina eran las características básicas del colegio.
Teníamos clase de lunes a sábado por la mañana y por las tardes de lunes a viernes, excepto los miércoles. Casi la mitad de los alumnos acudía en bicicleta al colegio y muchos de ellos acudían los sábados por la mañana con su uniforme Scout pues al terminar se iban a las actividades de su Grupo Scout. A mediodía las clases se interrumpían para comer. La mayoría llevábamos unos sándwich y lo acompañábamos con una sopa de verdura, siempre la misma, que nos daban en el comedor. Los miércoles a las 8 de la mañana teníamos natación en la Piscina Municipal. La puntualidad era estricta. No se podía entrar en clase si había empezado sin antes ir al despacho del “prefecto” quien, si encontraba razonables las explicaciones sobre la causa del retraso, te entregaba una autorización para entrar en clase.
Para entrar en clase debíamos formar en el patio en dos filas dejando una baldosa libre entre nuestros pies y el de delante y a la indicación del profesor subir en silencio a clase. Los bolígrafos estaban prohibidos, había que usar estilográfica. Cada uno teníamos una agenda en la que debíamos anotar las tareas para casa de ese día y de cada asignatura. En casa nos la tenían que firmar cada día. Los sábados por la mañana se la entregábamos al tutor quien nos la devolvía el lunes a primera hora debidamente revisada. Todos los días nos preguntaban por escrito la lección en unas fichas. Las fichas evaluadas nos las entregaban los sábados por la mañana y el lunes las teníamos devolver con las firmas de los padres. Cada 15 días un examen de las materias dadas. Cada mes un examen de todo lo estudiado hasta la fecha y al finalizar el curso otro examen total. Y las notas consistían en la acumulación de puntos de cada ficha o cada examen de modo que al acabar el curso a lo mejor había que reunir 2.500 puntos para aprobar una materia. Era una evaluación permanente que exigía trabajar a diario y no bajar la guardia. Durante el primer trimestre me permitieron hacer las fichas y los exámenes en español, pero enseguida dejé de hacerlo. Memorizaba las lecciones en francés aunque no terminase de comprenderlo y las escribía, así fui aprobando. Nunca había tenido que ejercitar tanto la memoria. Había asignaturas como geografía o las ciencias naturales en las que no se usaban libros de texto. Las materias se iban desarrollando a través de un sistema de participación colectiva, aportando experiencias y redactando los textos de la propia asignatura. Me eximieron de las clases de inglés y de holandés pues no podía llegar al nivel de los demás.
Guardo un especial recuerdo del tutor, l’abbé Cornet, siempre serio y exigente que nos enseñaba latín y gramática francesa y del profesor de griego, Mr. Royer, hombre muy culto y alegre. Philippe Henry, Paul Têcheur, Vincent Lohisse, Patrick Proot fueron mis mejores amigos y excelentes compañeros de clase. También recuerdo a otros compañeros como Pascual, Fanelli, Lartigue, Berlier, etc. Todos ellos me ayudaron a integrarme, a conocer mejor la mentalidad y hábitos belgas y fueron muy pacientes con mis dificultades iniciales con el idioma.
Aquel curso, 1972-1973, fue realmente especial. Adquirí conocimientos, hábitos y técnicas de estudio nuevas que me permitieron continuar el bachillerato en España con una mejor base. ¡Qué diferencias de mentalidad respecto al sistema educativo español! El Colegio de Notre Dame de Basse-Wavre era un gran colegio y supongo que lo seguirá siendo. El pasado mes de marzo volví por allí y visto desde fuera parece que nada ha cambiado en 40 años.
Santiago de Munck Loyola
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