La ejecución esta semana, en Estados Unidos, del condenado Troy Davis ha puesto, una vez más, sobre la mesa el debate sobre la pena de muerte que sigue vigente aún en muchos países del mundo. El mantenimiento de este irreversible castigo en países tan distantes ideológicamente como Estados Unidos, China o Irán, por citar sólo algunos, pone de relieve la desvinculación de esta pena de presupuestos políticos, éticos o religiosos. Las sociedades políticas que teóricamente se sustentan sobre determinadas concepciones existenciales sitúan éstas en un plano teórico superior que no les condiciona, al parecer, en la praxis cotidiana que se traduce en hechos y medidas concretas. Para muchos cristianos conservadores norteamericanos la pena de muerte es un instrumento legal, válido y plenamente justificable. Para un musulmán integrista ocurre exactamente lo mismo y para un comunista ateo otro tanto. No parece pues que en estos casos las creencias religiosas o no religiosas sirvan para establecer un criterio ético y legal sobre la existencia de la pena de muerte y hay que deducir, por tanto, que sólo la justificación de la misma con criterios puramente pragmáticos es el nexo común entre tan dispares posicionamientos políticos o religiosos. Es significativo que el valor de la vida humana sea puesto en cuestión por razones de índole práctica: se justifica la pena de muerte por la supuesta necesidad de disuadir a los posibles delincuentes, de dar ejemplaridad, de satisfacer a las víctimas o a sus familiares, etc.
Como también resulta especialmente llamativo que quienes se muestran más partidarios de la aplicación de la pena de muerte sean en muchos casos firmes opositores a cualquier legislación permisiva en relación al aborto o, a la inversa, que quienes con más fuerza combaten la vigencia de la pena de muerte sean simultáneamente firmes defensores de la legalización del aborto o de la práctica de la eutanasia. En unos casos, la vida humana es puesta en cuestión por razones de índole práctica; en otros, la vida humana es sometida a exquisitas distinciones temporales para desposeerla de su esencia misma y poder negarla sin problema alguno de conciencia.
Si la probada existencia de numerosos errores judiciales que han conducido a la ejecución de inocentes es razón práctica más que suficiente para abolir la pena de muerte, también debería serlo la incertidumbre científica respecto al nacimiento de la vida humana o al fin de la misma para no propiciar ninguna actividad que conduzca a su extinción deliberada prematura. Es cuestión de pura coherencia.
En las sociedades cimentadas con los principios judeo-cristianos, los defensores de la pena de muerte se empeñan en añadir excepciones o matices al mandato bíblico del “no matarás”. Y no cabe, se mire por donde se mire, añadido alguno. Resulta absolutamente incongruente que un pueblo como el norteamericano que exhibe con orgullo sus símbolos nacionales en los que la palabra Dios, el Dios judeo-cristiano, brilla con fuerza, cercene simultáneamente sus mandatos o los acomode a conveniencias de orden puramente doméstico.
La vida del ser humano es única e irrepetible y su valor es de tal magnitud que no debería ser cuestionada de ningún modo, ni en ningún momento por nadie. El derecho a la vida humana recogido, por ejemplo en Art. 3 de la Declaración de Derechos Humanos, es enunciado bajo la fórmula de “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. El derecho a la vida debe ser un derecho atribuible al ser humano considerado desde el punto de vista más amplio posible del concepto. De no ser así, si se establecen limitaciones para limitar el concepto de ser humano, restringiendo así su significado, por ejemplo, al de persona se abren peligrosas fisuras que permiten cuestionar de forma permanente y a conveniencia el derecho a la vida.
No ha sido ésta la última ejecución de un reo en una sociedad occidental. Habrá, sin duda, más Troy Davis en el futuro. Pero quienes defienden la pena de muerte o cualquier otra restricción al derecho a la vida deberían plantearse qué hay de erróneo en sus planteamientos para que coincidan con los imperantes en regímenes tan abominables como el de los integristas musulmanes o el de los comunistas chinos. Algo falla.
Santiago de Munck Loyola
http://santiagodemunck.blogspot.com
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