Ayer, un niño de 12 años con uniforme escolar se inmoló en un centro de reclutamiento del ejército paquistaní, provocando la muerte a 31 cadetes. El atentado tuvo lugar en la ciudad de Mardan, en la provincia de Khyber-Pakhtunkhwa, cuando soldados del regimiento Punjab estaban realizando ejercicios matinales. Todas las víctimas eran jóvenes soldados.
La milicia talibán se adjudicó el atentado, explicando que fue una venganza por la operación militar en Malakand, donde el gobierno derrotó a los talibanes en 2009. “Hemos intentado repetidas veces atacar al régimen del Punjab, y finalmente tuvimos éxito gracias a Dios”, dijo un portavoz de la insurgencia talibán. “Si Dios quiere, continuaremos dando lecciones a todos aquellos que nos atacaron directamente o que colaboraron con los bombardeos de Estados Unidos con aviones no tripulados”.
32 vidas jóvenes truncadas, segadas de raíz en nombre de no se sabe muy bien qué Dios. 32 vidas, 32 proyectos vitales, el niño y los 31 cadetes, que ya nunca podrán desarrollarse. 32 vidas irrepetibles e irreemplazables extinguidas brutalmente. Y mientras, los inductores de esta horrible masacre celebrando su triunfo de muerte y horror. Hay que ser cobardes hasta la médula, hay que ser desalmados sin límites para lavar el cerebro a un niño de 12 años e inducirle a acabar con su propia vida y con la de otras personas en nombre de no importa qué fe y con la promesa de un incierto paraíso. No hay religión ni ideal político que valga la vida de un ser humano. Nada existe en esta tierra que pueda justificar la inmolación de ninguna persona.
Esa gentuza que ahora celebra el éxito de esta masacre utilizará mil justificaciones para confortar sus conciencias, si es que las tienen, consolarán a la familia del niño con un supuesto paraíso pero sólo hay una certeza: la del pequeño cadáver mutilado, destrozado y descomponiéndose. Ese niño no debería estar ni el cementerio ni en el paraíso, sino jugando en la calle, acudiendo a la escuela y aprendiendo a vivir. Me repugnan, como repugnan todos los fanáticos religiosos y políticos que empujan a otros a la violencia o la muerte, pero que siempre se quedan atrás, a buen recaudo, para cantar alabanzas a los mártires que ellos mismos crean. ¡Qué gentuza, qué asco!
Santiago de Munck Loyola.
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