Estos
últimos días ha estado muy agitado el patio autonómico a cuenta del reparto del
déficit. Y si esta agitación la ha producido el reparto del déficit resulta
inimaginable lo que habría sido si el reparto fuera de un superávit. Habrían
volado los cuchillos y las navajas. Cada Presidente autonómico y en especial
los del PP que para eso son la mayoría ha intentado hacer valer sus razones y
argumentos sobre cómo debería ser ese reparto: igual para todos, asimétrico,
penalizando a los incumplidores, premiando a los más cumplidores, etc. Cada
cual, en su visión de reino de taifa, se encuentra asistido de poderosas
razones con las que sostener sus argumentos. Muchas de las ideas que se han expuesto
parecen bastante razonables.
No
les falta razón a quienes llevan años apretándose el cinturón y claman contra
una posible benevolencia hacia los incumplidores. Para muchos, el hecho de que
Cataluña pueda verse beneficiada con un mayor margen de déficit que el resto sin
haber hecho los deberes como los demás y sin haber renunciado a gastos inútiles
y disparatados constituye una afrenta, no para ellos, sino fundamentalmente
para los ciudadanos de sus respectivas Comunidades Autónomas que sí han sufrido
los rigores de toda clase de ajustes y recortes en nombre de la tan cacareada
austeridad y estabilidad presupuestaria. Señalan que otorgar a Cataluña un
mayor déficit que al resto de las comunidades autónomas es facilitar, además,
el proyecto independentista a costa del bolsillo de los demás. Y no es que los
ciudadanos de Cataluña no hayan sufrido en sus carnes también muchos recortes de
mano de sus gobernantes separatistas sino que lo han hecho a costa de mantener
seudo embajadas superfluas o un entramado televisivo público insostenible, pero
muy rentable políticamente para los fines separatistas.
Hay
quien, como el Presidente Fabra, reivindica el establecimiento de un déficit
asimétrico, o sea, desigual, para entendernos, justificado por un hecho indiscutible
como es la gran diferencia de financiación entre las distintas comunidades
autónomas; un hecho que viene perjudicando especialmente a la Comunidad Valenciana
que tan sólo entre 2011 y 2012
ha recibido 5.500 millones de euros menos de lo que
habría recibido en el supuesto de contar con la misma cantidad por habitante,
por ejemplo, que Cataluña. La Comunidad Valenciana ha sido la autonomía que
menos ingresos públicos por habitante ha tenido en estos dos últimos años. Por
cierto, algo parecido le pasa a la
Provincia de Alicante en cuanto a las inversiones de la Generalitat en la
misma que, al igual que con las inversiones estatales, está discriminada. No se
puede pedir a quien recibe menos financiación que disminuya sus gastos en la
misma medida que quienes perciben mucho más por cada habitante.
A
nadie se le escapa que el tema de la financiación es un tema espinoso cuya
solución se viene arrastrando desde hace muchos años. A la hora de pedir
dinero, cada región encuentra siempre un motivo diferencial con el que
justificar una demanda mayor que la de su vecino. Cuando no se trata de las
peculiaridades geográficas, se trata de el PIB o si no de la población
estacional, el nivel de desempleo o la existencia de lengua propia. Lo cierto
es que hoy el principio constitucional de la igualdad entre los españoles está
más lejos que nunca de ser una realidad. Los españoles, en función del
territorio de residencia, cuentan con un mayor o menor catálogo de prestaciones
públicas, una fiscalidad diferente y una aportación estatal también distinta.
Es evidente que seguir avanzando en la misma dirección sin antes proceder de
una vez a abordar con decisión y con la legitimidad que otorgan las urnas a una
profunda revisión de nuestro modelo sólo puede servir para seguir incrementando
los agravios comparativos entre los ciudadanos españoles. Establecer un
determinado criterio del reparto del déficit sobre la base de un injusto
sistema de financiación que hace que valga más un ciudadano residente en
Navarra que otro en la Comunidad Valenciana
es profundizar en la injusticia y en la fragmentación de la cohesión social.
En
todo caso y sea cual sea la solución que finalmente se adopte en este asunto,
bienvenido sea el debate público entre los dirigentes autonómicos y
especialmente entre los populares. Pese a lo que algunos afirmen, el debate
público es siempre enriquecedor y, como muy bien ha señalado alguno, unidad no
es lo mismo que uniformidad. Es posible que “el apoyo al gobierno no sea
negociable” entre los Presidentes autonómicos populares, pero lo que es
indiscutible es que lo que no es, ni debe ser negociable es la lealtad a los
ciudadanos y la defensa de sus derechos frente a cualquier tipo de injusticia
discriminatoria. No le falta razón al Presidente Fabra pero en política, en
muchas ocasiones, no basta con tener razón. Deberá tener cuidado con lo que
dice no sea que alguien termine por acusarle de intentar crear una corriente de
opinión contraria a los intereses del partido si éstos, además, no coinciden
con los intereses del ciudadano.
Santiago
de Munck Loyola
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