Parece
que en esta crisis los empleados públicos se han convertido en una especie de
chivo expiatorio al que inmolar sobre el altar de los recortes. Es como si todo
gobierno que se precie tuviera la necesidad o la obligación de propinar a este
colectivo un pescozón para general deleite de la opinión pública. ¿Que los
políticos han despilfarrado y han malgastado el dinero de los contribuyentes?
Pues nada, siempre se empieza por congelar o recortar las retribuciones de los
empleados públicos. Eso sí, de forma previa es preciso contar con la atmósfera
adecuada y ningún ambiente más propicio para ello que el existente con más de
cinco millones de parados en el que calan perfectamente toda clase de mensajes:
que sobran muchos empleados públicos, que no trabajan lo exigible, que se lo
llevan crudo, que tienen mucho absentismo laboral o que tienen asegurado de por
vida el puesto de trabajo. Una vez se ha predispuesto adecuadamente a la
opinión pública se produce el cíclico hachazo que generalmente es recibido con
alborozo y satisfacción de muchos.
Es
evidente que la imagen de los empleados públicos no se encuentra en esta época
en sus mejores momentos. Es muy posible que a ello también haya contribuido la
irresponsabilidad o la cara dura de algunos empleados públicos. Es cierto que
existen en algunos ámbitos determinados abusos, pero si es así los responsables
son los mandos, generalmente los políticos, que no han puesto remedio a estas
situaciones, bien porque no han querido o bien porque no han sabido. A buenas
horas un empresario permitiría que, día tras día, sus empleados llegasen dos
horas tarde a trabajar como ocurre en algunos juzgados, por poner un ejemplo, o
que sus trabajadores se llevasen a casa para uso particular materiales de la
empresa, como ocurre en algunos hospitales o centros de salud, por poner otra
ejemplo. A ningún buen empresario tampoco se le ocurriría poner a dirigir una
fábrica o una tienda a personas sin la más mínima preparación por el simple
hecho de pertenecer al mismo club de fútbol y, sin embargo, estamos hartos de
ver cómo el simple hecho de poseer un determinado carnet político o la simple
amistad sirve para ostentar máximas responsabilidades en muchos ámbitos
públicos. Parece pues que existe una evidente responsabilidad en el
consentimiento de determinados abusos por parte de algunos empleados públicos,
abusos que en todo caso se producen por culpa o negligencia de la clase
política y cuya difusión mancha la imagen del conjunto de servidores públicos.
Y si a ello se añade la irracional pretensión de algunos políticos de
identificar la gestión privada como paradigma de todas las bondades entonces
podremos hacernos una clara idea de que detrás de esta mala imagen existe algún
interés oculto.
Pese a todo, la realidad de la función
pública es mucho más compleja de lo que evidencian las simplificaciones
interesadas que circulan por ahí. Los empleados públicos también pueden perder
sus puestos de trabajo, claro que sí. Con más o menos dificultad según su
carácter funcionarial o laboral, pero pueden perderlo en determinadas
ocasiones. Esa justificación de que son unos privilegiados por tener un puesto
de trabajo para toda la vida y que por tanto no pasa gran cosa porque se les
recorte el sueldo es falsa. Parece increíble, que el patrón de patronos, el Sr.
Rosell, afectado por algún tipo de fobia funcionarial, pidiese hace unos meses
sacrificios a los empleados públicos justificándolo precisamente "como
tributo a los que no tienen un contrato para toda la vida" y en
compensación por las "ventajas y beneficios". Afirmaba pomposamente
que "no es el momento de la queja constante, sino de la
responsabilidad constante". Y se quedó tan ancho mientras sigue
percibiendo subvenciones que pagamos todos. Pues bien, desde 1982 a 2007, sin contar los sablazos
del Sr. Zapatero y los últimos del Sr. Rajoy, los empleados públicos han
perdido más del 42 % de su poder adquisitivo. ¿Más sacrificios?
Y forman parte de esta función pública a
la que hay que seguir recortando para regocijo del personal los Policías, los Guardias
Civiles o los soldados que nos protegen y a veces a costa de su propia vida,
los bomberos y agentes forestales que mueren cada año en los pavorosos
incendios que nos asolan cada verano, las trabajadores sociales que se ven
desbordados para atender a los cientos de miles de personas arruinadas por la
gestión de los políticos, el personal sanitario en cuyas manos ponemos nuestras
propias vidas, el personal docente al que confiamos a nuestros hijos, las miles
de personas que mantienes habitables nuestras calles o todos aquellos que nos
resuelven la complicada burocracia que nos imponen unos dirigentes políticos
incapaces de construir una sociedad más racional, por citar algunos ejemplos.
No, los empleados públicos no son una cuerpo informe y abstracto idóneo para
cualquier ocurrencia presupuestaria.
Hay quien dice que sobran, como mínimo,
500.000 empleados públicos en España. No lo sé. Puede que sea así pero una cosa
es indudable: si queremos recibir unas prestaciones públicas de calidad, los
empleados públicos son imprescindibles y deben ser tratados justamente. Es
evidente que existen sectores no esenciales, en concurrencia desleal con el
sector privado y además permanentemente deficitarios que podrían ser perfectamente
prescindibles sin que se resientan los pilares básicos de una sociedad moderna,
es decir, la sanidad, la educación y la atención social. Pero da la casualidad
de que es precisamente en aquellos sectores no esenciales donde los Partidos Políticos han
encontrado un auténtico filón para colocar a sus huestes prescindiendo, además,
de los principios para el acceso a la función pública. Hay quien prefiere, por
ejemplo, recortar el personal sanitario de su Comunidad Autónoma antes que
cerrar las seudoembajdas abiertas por medio mundo en las que familiares y
amigotes encuentran una colocación a medida. Un ejemplo perfecto de lo que no
se debe hacer.
Santiago de Munck Loyola
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