A lo largo de los dos últimos años, numerosas entidades, especialmente las cajas, que componen nuestro sistema financiero han necesitado importantes inyecciones de dinero público para subsistir. Lejos han quedado las voces que defendían esa medida como instrumento imprescindible para que el grifo crediticio volviera a abrirse y el dinero volviera a fluir hacia las pequeñas y medianas empresas cada vez más asfixiadas.
Lo cierto es que al día de hoy esos miles de millones de euros provenientes del Estado no han servido para aliviar la escasez dineraria que tantos problemas plantea para la supervivencia de nuestro tejido productivo. Bien es cierto que ya hay miles de empresas que ya no necesitan financiación alguna, pero por la sencilla razón de que han desaparecido mientras esperaban la financiación necesaria para seguir funcionando.
El dinero de los contribuyentes, el dinero público ha servido para otras cosas: para la devolución de los créditos de nuestros bancos al mercado bancario internacional, para la compra de deuda pública o para mejorar las retribuciones de las cúpulas de las entidades financieras.
Varias instituciones internacionales como el Comité de Estabilidad Financiera, el G-20 o el Comité Europeo de Supervisores Bancarios señalan la mala práctica retributiva en las entidades financieras como una de las muchas causas de la actual crisis económica y, por ello, los poderes públicos están impulsando una nueva regulación de las políticas retributivas de los bancos y las cajas.
Pero, mientras esto se hace realidad, los contribuyentes podemos seguir viendo con no poco asombro cómo se utilizan las inyecciones de dinero público en el sistema financiero por parte de estas entidades.
De una parte, resulta inconcebible que los directivos de muchas Cajas que con su mala gestión las han llevado al borde del abismo y que han tenido que recurrir a la ayuda del Estado sigan conservando sus puestos con las retribuciones y privilegios aparejados a los mismos.
De otra, mientras que el Estado presta nuestro dinero a algunos Bancos y a muchas Cajas para que no se colapsen, los directivos de estas entidades se suben sus ya elevados sueldos. Es el caso, por ejemplo, de la entidad alicantina Caja del Mediterráneo, la CAM, que ha estado a punto de ser intervenida por el Banco de España, al haberse roto su matrimonio con Cajastur, Cantabria y Extremadura en Banco Base. Esta Caja ha pedido 2.800 millones de dinero para poder sobrevivir, una inyección que no ha impedido a su consejo y a sus altos directivos elevar un 7,2% su retribución. Y el caso de la Caja alicantina no es una excepción en el panorama de las entidades financieras.
Sin entrar a discutir la conveniencia y el alcance de la ayuda estatal al sistema financiero, lo que sí parece más que discutible es la ausencia de efectos que estas ayudas deberían tener. Lo esencial es que se trata de dinero público, de dinero de los contribuyentes y que, por tanto, es de todos y su uso debería estar sometido a principios y reglas propios de la gestión de bienes públicos.
Cuando una entidad financiera recibe dinero del estado para subsistir el control público sobre el uso y destino de esos fondos debería ser exhaustivo, los gestores de la entidad responsables de su situación deberían ser apartados inmediatamente y las retribuciones del personal de la entidad deberían ser asimilables a las retribuciones de las administraciones públicas. En un país que atraviesa una situación económica de auténtica emergencia, en el que se recortan derechos sociales, en el que a los pensionistas se les congelan las pensiones y a los funcionarios públicos se les rebajan las retribuciones, los gestores de las entidades financieras que sobreviven gracias al dinero público deben someterse a los mismos sacrificios que todos los demás ciudadanos. Es una cuestión de ética y de sentido común.
Santiago de Munck Loyola
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