Durante
las últimas semanas, la corrupción se ha situado en el primer plano de la
agenda política y en titular permanente de los diferentes medios de
comunicación. Este protagonismo, sin duda merecido, contrasta mucho con las
verdaderas preocupaciones de los ciudadanos según la última encuesta del CIS:
el paro en primer lugar, la situación económica en segundo y la clase política
en tercer lugar. A mucha distancia se sitúa la corrupción como principal
preocupación para un 5 % de los ciudadanos. Es comprensible y saludable que los
medios de comunicación conviertan a los diferentes casos de corrupción en
titulares de sus portadas, pero no lo es tanto que los principales dirigentes
de los partidos políticos, salvo excepciones, sigan el mismo camino. La
corrupción no es un fenómeno exclusivo de los partidos políticos, sino que
existe en muy diferentes ámbitos de la actividad económica y social. La
corrupción es, además, un problema que forma parte inseparable de la tercera
preocupación de los españoles: el comportamiento de la clase política. El
desapego y el hartazgo de muchos ciudadanos de la política y de los políticos
no se debe únicamente por los casos de corrupción existentes, sino por
actitudes y comportamientos de una parte de la clase política. Hay un
desprestigio generalizado de la política y, por ello, la actuación de la clase
política se ha convertido en la tercera preocupación de los españoles.
Proponer
a estas alturas medidas concretas para luchar contra la corrupción no solamente
es insuficiente, sino que, además, demuestra cierta ceguera o falta de
perspectiva a la hora de abordar el problema de fondo. Es aplicar un
tratamiento a sólo una parte del problema que es mucho mayor según percibe una
buena parte de la población. El catálogo de medidas que recientemente ha
propuesto el líder de la oposición, Pérez Rubalcaba, son, además de
oportunistas, poco sinceras y bastante ineficaces porque no entran en el fondo
del problema. Estamos viendo casos de corrupción imputables a la codicia de
determinadas personas y casos de corrupción que responden a la necesidad de
aplacar las insaciables maquinarias de los partidos políticos. Para los
primeros, el mejor antídoto es la modificación de la Ley que rige las
contrataciones de las administraciones públicas acabando con los criterios
subjetivos de adjudicación existentes que permiten el uso de la
discrecionalidad de políticos o técnicos. Para los segundos, además de lo
anterior, es preciso reformar profundamente la ley de financiación de los
partidos políticos para establecer una clara y pública contabilidad de los
mismos, para acabar con las donaciones anónima y que todos podamos saber quién
financia a quién y para eliminar cualquier subvención para los mismos. Los
partidos deberían ser capaces de funcionar con las cuotas de sus afiliados y
con las donaciones públicas recibidas y consecuentemente ajustar sus
maquinarias y sus gastos a su propia capacidad de financiación. A lo mejor así,
tendrían que volver a apelar al trabajo desinteresado de su militancia, al
voluntariado y, con ello, se verían obligados a sustentarse en la democracia
interna y en la participación de las bases.
Ha
habido también quien en estos días ha ido más lejos en el problema que afecta a
la imagen de la clase política, como Esperanza Aguirre. La Presidenta de los
populares madrileños ha venido haciendo públicas algunas reflexiones que sí
permiten aportar parte de las soluciones que habrían de impulsarse sino
queremos que el sistema político se colapse. Algunas de estas ideas son
interesantes y merecen ser desarrolladas. Ha hablado sobre la necesidad de que
quien vaya a ocupar un cargo público haya cotizado previamente a la seguridad
social, es decir, que sepa lo que es ganarse la vida por su cuenta, sin el
paraguas del partido. Y tiene mucha razón. Todos conocemos a muchos cargos
públicos, alcaldesa, concejales o diputados, que nunca han trabajado salvo en
la política, que no saben lo que significa ganarse la vida en esta sociedad tan
competitiva. No son políticos profesionales, algunos ni siquiera han sido
capaces de terminar sus estudios, sino que son profesionales de la política.
Sus méritos suelen ser la docilidad, el amiguismo o el parentesco. Empiezan con
23 ó 25 años a asesorar a un Ministro, como si supieran algo, y terminan
sentándose en un escaño o dirigiendo un Ayuntamiento. Ahora bien, daña a la
credibilidad de la propuesta cuando se formula teniendo a su lado al sonriente
ex alcalde de Alcalá de Henares y diputado autonómico jugador de iPad en
sesiones plenarias, Bartolomé González, que desde que tenía poco más de 20 años
ha vivido siempre de la política.
Otra de las reflexiones lanzada por Esperanza
Aguirre se refiere a la necesidad de implantar las listas abiertas para que los
ciudadanos puedan elegir a sus representantes con más libertad y no mediante
listas impuestas por los partidos. Sin embargo, de llevarse a cabo esta
propuesta sin más no se cumpliría el objetivo deseado. Hoy tenemos listas
abiertas en el senado y, sin embargo, los votantes señalamos con una cruz a
unos candidatos impuestos por las cúpulas de los partidos políticos sin contar
con la voluntad de sus propios militantes. Parece incongruente proponer más
libertad al votante a la hora de elegir y no hacerlo en el ámbito interno de
los propios partidos políticos. Una organización política con cientos de miles
de afiliados a los que no deja pronunciarse sobre quiénes han de representarles
en las instituciones públicas padece evidentemente de un déficit democrático.
Sin abrir los cauces internos de participación previamente resulta insuficiente
plantear las listas abiertas. Y lo mismo vales en cuanto al sistema vigente en
la mayoría de los partidos para autoorganizarse: los procedimientos internos
electorales van de arriba abajo y no a la inversa. Se eligen primero a los
líderes nacionales, éstos después influyen para que resulten elegidos los
regionales de su agrado y así hasta los locales. Con ello, todo el proceso
electoral interno queda viciado.
Hay
más cuestiones sobre las que se podría seguir hablando y que afectan a la mala
imagen de la clase política: los privilegios fiscales, los beneficios en
materia de pensiones, la falta de transparencia en sus gastos, el abuso de las
instituciones públicas para la colocación de amigos o familiares, la falta de
ejemplaridad de muchos, etc. Falta, en definitiva, un análisis más profundo
sobre las causas que originan el desapego ciudadano hacia los políticos y la
política en general. Hoy, más que nunca, cuando los problemas agobian a los
ciudadanos volvemos nuestras miradas hacia quienes tienen en su mano la
solución de nuestros problemas y, en muchas ocasiones, nos sentimos huérfanos
porque percibimos que estamos en dos mundos, en dos realidades diferentes. Lo
malo es que si no se corrigen a fondo esas causas, esos dos mundos terminarán
por colisionar.
Santiago
de Munck Loyola