“Todos tenemos un banco, un árbol, una
calle en la que hemos mecido nuestros sueños” decía el estribillo de una canción que ganó el Festival de Eurovisión
allá por los años setenta. En mi caso es cierto. A mediados del año 1963
nuestros padres trasladaron el domicilio familiar de Colmenar Viejo a Madrid,
en el distrito de Chamartín. Nuestra casa era un adosado con garaje y dos
plantas. La calle en la que estaba situado se llamaba, curiosamente, Plaza de
los Castaños. Ni se trataba de una plaza ni había castaños en las proximidades.
Era una calle corta, con árboles a ambos lados de la misma, las anchas aceras
tenían parte del suelo con tierra. Había sólo seis viviendas a un lado de la
calle y al otro la parte trasera de la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora
compuesta por los despachos parroquiales, las viviendas de los sacerdotes y del
sacristán y la entrada a un gran patio de arena de la Parroquia en el que los
chavales del barrio jugaban al fútbol hasta que a finales de los años ochenta
un párroco, D. Jesús Pérez de Miguel, decidió que era más productivo para la
obra de Dios dedicarlo a aparcamiento para vehículos que al esparcimiento de la
chiquillería del barrio.
Con
el paso de los años, la calle perdería su denominación de plaza y pasaría a ser
la prolongación de la Calle Gabriel y Galán. En una calle tan corta, con seis
viviendas, vivíamos más de 20 chavales por lo que pronto se convirtió en un
lugar de juegos y de encuentro para muchos niños del barrio. Desde pequeño casi
el peor castigo que uno podía recibir era no bajar a la calle mientras esta
rebosaba de vida. En las zonas de tierra construíamos larguísimas carreteras
para hacer carreras con cochecitos o para jugar con las chapas. El Tour, el
Giro o la Vuelta a España se reproducían año tras año con resultados muy
diferentes a los oficiales. Había quien se preparaba chapas de verdadero lujo:
el fondo con la foto de un ciclista recortada de un cromo y sobre ella un trozo
de cristal bien redondeado tras horas de lijado contra el bordillo de granito y
sellado con jabón. Las partidas de canicas también constituían todo un evento
social. Canicas de cristal con llamativos colores dentro o de barro cocido se ponían
a veces en juego y solían terminar en la bolsita de tela del ganador.
Durante
los primeros años, solían pasar ovejas que eran conducidas a pastar a lo que
años más tarde sería el Parque de Berlin. La calle se convertía todos los
veranos en una improvisada pista de tenis. Había tan poca circulación que
extendíamos una cuerda de una acera a otra y jugábamos partido tras partido.
Fue aquella calle para muchos de nosotros la pista de aprendizaje para montar
en bicicleta o en patinete. Una BH para nueve hermanos no da para mucho pero
hacíamos turnos o, al menos, lo intentábamos. También, la suave pendiente que
había en el inicio de la calle sirvió para las primeras prácticas con los
patines. Los nuestros tenían ruedas metálicas y hacían un ruido tremendo. Poco
después aparecieron los de lujo: patines con ruedas de goma que se deslizaban
silenciosamente.
Con
el tiempo instalaron un banco de madera y se convirtió en el lugar de encuentro
para muchos chavales del barrio. En verano la calle se llenaba sobre todo al
atardecer hasta bien entrada la noche. Hacíamos un paréntesis para la cena y, a
veces, ni siquiera éso ya que nos bajábamos el bocadillo. La calle se llenaba
de distintos grupos formados según la edad: los pequeños, los medianos y los
mayores. A veces, según el juego o la actividad los grupos se entremezclaban.
Se jugaba al churro, al palo envenenado, al escondite inglés o a la correa. En
ocasiones, alguien llevaba una guitarra y cantábamos canción tras canción. Los
primeros cigarrillos, los primeros flechazos, los primeros celos o los primeros
desengaños de muchos nacieron en aquella calle. Desde los quince hasta los diecinueve
años, más o menos, esta calle fue mi club, un punto de encuentro obligado con
amigos. Fue también la sede de mi Grupo Scout cuyo local estaba en el sótano de
la Parroquia. Era algo más que una simple calle, un lugar de juegos, de
fiestas, de verbenas Scouts cada mes de junio. Punto de partida y de llegada de
excursiones y campamentos. En aquel banco, bajo aquellos árboles y en aquella
calle se mecieron mis sueños, disfruté de mi familia y abracé recuerdos inolvidables.
Santiago
de Munck Loyola