Si nuestra democracia tiene una
asignatura pendiente desde 1978 es precisamente la configuración del modelo
territorial del Estado. El estado de las autonomías diseñado en la Constitución
ha demostrado después de décadas que ha fracasado y es que no se pueden
calificar de otra forma sus resultados: ineficiencias, duplicidades, despilfarros,
ruptura de la solidaridad territorial o potenciación de las fuerzas
disgregadoras contra la propia Nación. El modelo que se planteó como una respuesta
integradora a las fuerzas nacionalistas sólo ha servido para que éstas
adquieran más poder y para que la supervivencia del propio Estado esté en
peligro. El modelo que se construyó con el objetivo de acercar más la
administración a los administrados ha servido no sólo para descentralizar sino
para crear nuevos centralismos periféricos y para fragmentar buena parte de la
soberanía nacional a través de los parlamentos regionales. El modelo que se
diseñó para incrementar la cohesión entre los españoles ha servido finalmente
para que los españoles no gocemos de los mismos derechos y obligaciones según
el territorio en el que vivamos. Un camino que se inició desde la perspectiva
de la descentralización administrativa se transformó en descentralización
política y ha desembocado en la disgregación del propio estado.
Los nacionalismos siempre han
tenido claro su objetivo final, la destrucción de España como Nación y la independencia
de sus territorios. Y para conseguirlo han desarrollado estrategias similares,
paso a paso, con modulaciones en sus discursos, cobijados en el victimismo y
envueltos en sus banderas territoriales como defensa ante cualquier denuncia
contra sus abusos o corrupciones. Las continuas cesiones ante las permanentes
reivindicaciones de los nacionalistas sólo han servido para alimentar a estos
monstruos y para que sigan creciendo. Hoy los independentistas son más fuertes
gracias a los débiles mecanismos del Estado, a la falta de visión de la clase
política constitucionalista y, sobre todo, a la ausencia de un objetivo
nacional compartido por los partidos políticos que dicen defender la unidad de
España con su consecuente estrategia de desarrollo.
Hay que decir las cosas claras. Aquí
sólo hay dos posiciones, dos objetivos antagónicos: la defensa de la unidad de
España y la defensa de la independencia de partes de su territorio. No hay
posiciones intermedias. No puede haber soluciones de compromiso entre ambas
partes porque los nacionalistas-independentistas han demostrado hasta la
saciedad que cada compromiso alcanzado sólo ha sido una cesión más en favor de
su proyecto independentista, que no tienen lealtad constitucional porque no
creen en ella y que no aceptan tan siquiera la existencia del pueblo español y
de su soberanía. Cualquier idea es defendible democráticamente y, por tanto,
del mismo modo que se ha venido aceptando la defensa de las tesis
independentistas es hora de dejar de satanizar la defensa democrática y
pacífica de las tesis contrarias, las que defienden la unidad de España y el
reforzamiento del Estado español, las que defienden la soberanía única del
pueblo español en su conjunto. Les guste o no a los independentistas, la Nación
española existe y sólo ella puede decidir su futuro.
Frente a los objetivos de los
independentistas, existe el objetivo de salvaguardar, proteger y seguir construyendo
nuestra Nación. Una Nación sustentada en la soberanía de todos los españoles,
en la que se promueva la igualdad de derechos y obligaciones de sus ciudadanos
con independencia de su lugar de residencia, con una Justicia, una Educación,
una Sanidad, unas prestaciones Sociales o unas Fuerzas de Seguridad comunes a
todos los españoles. Y para desarrollar este objetivo nacional es
imprescindible romper con la estrategia que han venido desarrollando a lo largo
de los últimos cuarenta años los partidos constitucionalistas y que sólo ha
servido para alimentar y fortalecer a los partidos no constitucionalistas. La
reforma del estado de las autonomías para corregir el rumbo disgregador seguido
hasta ahora no puede pasar ni por más cesiones, ni por más autonomía, ni por el
federalismo. Debe pasar, si no se quiere dinamitar definitivamente a España,
por reivindicar y desarrollar la recuperación de todas las competencias en
manos de las autonomías que quiebran el principio de unidad social o de
mercado, de todas aquellas que limitan la igualdad entre los españoles o la
solidaridad entre sus territorios. No hay otro camino. Desde el respeto a las
reglas de la democracia, se puede y se debe defender la actualización del
objetivo nacional de España y de una estrategia política coherente y decidida
para lograrlo. Más España es más libertad y más progreso, no cabe ninguna duda.
Santiago de Munck Loyola