La
vida está llena de estereotipos, etiquetas, clichés o tópicos que muchas veces
no se corresponden con la realidad. Con una simple imagen o una palabra
pretendemos resumir muchas cosas o identificar realidades muy complejas,
demasiado como para que quepan en tan pequeño espacio. Esta tendencia a la
etiqueta o al estereotipo es especialmente usada en el terreno de la política.
No se trata sólo de que con una simple palabra identifiquemos los valores o los
ideales de los demás, sino que casi todo el mundo es capaz de resumir su
compleja y variada tabla de principios y valores con una o dos palabras.
Enseguida nos autoetiquetamos para que los demás perciban cual es nuestra
tendencia política, dónde nos adscribimos ideológicamente. Y si por cualquier
causa uno es reacio a ponerse una determinada etiqueta ideológica, no hay
problema, los demás te la ponen y seguramente dirán que eres de derechas.
Lo
cierto, para bien o para mal, es que casi todos esperamos de los demás, en el
ámbito político, unos determinados comportamientos y actitudes en función de su
posición ideológica. Y cuanto más se identifica una persona con un determinado
color político más previsible deberían ser sus conductas políticas. Sin
embargo, suele ocurrir lo contrario, dime de qué presumes y te diré lo que te
falta.
Lamentablemente,
la incoherencia entre lo que se predica públicamente y lo que se practica
después no es infrecuente. En estos casos, la incoherencia entre la bandera
levantada y las acciones diarias abarca no sólo al ámbito de la vida privada,
algo que en teoría sólo es recriminable por los que forman parte de ella, sino
que se extiende a la vida pública, a las acciones políticas que están sujetas,
por tanto, al examen, a la crítica y a la censura, en su caso, del votante.
Seguramente,
a todos nos vendrán a la cabeza numerosos ejemplos de incoherencia más que de
lo contrario. Es realmente difícil convertir en práctica diaria lo que
predicamos, pero hay un escalón más de exigencia cuando se trata de políticos
porque su credibilidad radica precisamente en el cumplimiento de la palabra
dada, en la coherencia entre los dichos y los hechos. Nos mueve a escándalo que
un señor de “derechas”, conservador, tradicional, supuestamente firme defensor de
la familia, organice y participe en orgías sexuales con menores o que se
proclame defensor del derecho a la vida mientras que posee participaciones en
clínicas abortistas. Y nos indigna, por ejemplo, que un señor de “izquierdas”
se pegue la vida padre a costa del dinero público que iba destinado a la
formación de los desempleados o al fondo para los huérfanos de la Guardia Civil.
Y
cuanto más cerca tenemos al presunto político, cuanto más conocemos de sus
banderías y de su trayectoria personal siempre es más fácil evidenciar las
contradicciones y la incoherencia entre su bandera y su ejecutoria diaria. El
poder transforma a la gente y sea bien por una necesidad de adaptación a la
realidad que suele ser diferente a la imaginada en la oposición o bien por una
ausencia de principios reales, es decir, por enarbolarlos sin creer en ellos
con la única finalidad de alcanzar una poltrona, lo cierto es que esa
“transformación” canta mucho. El izquierdista, el sindicalista convertido en
patrono temporal a veces asume a la perfección su nuevo papel y olvida su
compromiso con el más débil, se convierte en cacique al que rendir pleitesía.
El derechista, defensor de grandilocuentes palabras, ferviente adalid de nobles
principios a veces no tarda en relegarlos en el cajón del olvido para convertirse en un
pragmático gestor, sin tener nociones técnicas para ello, y en un ávido
defensor de lo políticamente correcto y lo particularmente lucrativo.
No
se puede servir a Dios y al dinero al mismo tiempo, no se puede servir al
interés general y al bolsillo particular simultáneamente, no es posible
reivindicarse gris y actuar como azul, es imposible sostener indefinidamente
una máscara porque siempre termina por caer. La vida en general y la política
en particular exigen actitudes más nobles, más sinceras, más coherentes. Todos
seremos juzgados al final por nuestras acciones, no por nuestras palabras y en
política el juicio se sustancia en las urnas, que no se olvide.
Santiago
de Munck Loyola