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lunes, 23 de marzo de 2020

Primera semana de confinamiento.



Termina la primera semana de confinamiento domiciliario decretado por el Gobierno con la declaración del estado de Alarma. Hoy, domingo, tal y como era de esperar, el Gobierno ha anunciado que el estado de Alarma y, por tanto, el confinamiento se prolongará por lo menos quince días más. Es decir, tenemos por delante un mínimo de tres semanas de confinamiento y mucho me temo que serán bastantes más. Nuestra vida ha cambiado de repente de forma radical y la incertidumbre y el miedo se han apoderado de nuestras vidas. Los medios de comunicación nos informan, y a veces nos desinforman, desde el primer día de cuanto rodea a la grave crisis generada por la expansión del virus en España y en el resto del mundo. Y nunca las redes sociales han estado más activas, son nuestra ventana al exterior y se han convertido en muchos casos en el altavoz de la indignación y la frustración de no pocos ciudadanos.

Estamos inmersos en una crisis humanitaria sin precedentes en nuestro país. Y es precisamente en situaciones como éstas donde florece lo mejor y lo peor de cada persona, tanto en el ámbito privado como en el público. Tenemos un país lleno de héroes anónimos que trabajan día a día para que todos podamos sobrevivir de la mejor manera posible, desde los sanitarios, pasando por los miembros de las fuerzas de seguridad, los transportistas, los operarios de los servicios esenciales o los repartidores. Todos siguen cumpliendo sus tareas exponiéndose a contraer el virus y, en ocasiones, haciendo más de lo que su deber les impone. 

Pero también tenemos, los menos, ciudadanos irresponsables y egoístas que incumplen las restricciones de movimiento o acaparan productos compulsivamente. Tenemos voluntarios que cosen mascarillas desinteresadamente y empresarios que donan millones para ayudar a combatir la pandemia. Pero también tenemos personalidades que no predican precisamente con el ejemplo y que abusan de los privilegios que su posición social o política les confieren.   

Tenemos ciudadanos tan anclados en el odio partidista que desean en las redes sociales que el coronavirus gane la batalla a Ortega Smith o a Irene Montero según sea el caso sin darse cuenta de que al hacerlo están haciendo pública su indigencia moral. La crítica política en una situación como ésta no puede ni debe desaparecer como pretenden los partidarios del Gobierno, pero debe ser usada con moderación y dentro de los límites de la racionalidad, no de la visceralidad. Es cierto que los mismos que hoy piden silenciar las críticas y exigen el respaldo al gobierno son los mismos que cuando el ébola provocó una muerte en España en 2014 querían la cabeza de Rajoy, pero no hay que ser como ellos.

Cada día que pasa aparecen nuevas informaciones que ponen de relieve muchos errores cometidos por el gobierno que ponen de manifiesto una gran irresponsabilidad que ha propiciado una expansión desbocada del virus en nuestro país. Sabemos ahora que 6 días antes de la manifestación del 8 M las autoridades sanitarias europeas desaconsejaron la celebración de eventos multitudinarios y, sin embargo, el gobierno, los partidos que lo componen y toda una serie de comunicadores televisivos animaron a la gente a acudir a la manifestación. Pudo más el interés partidista que el interés por la salud de la ciudadanía. 

Es cierto que ahora las feminazis que entonces proclamaban que el machismo mataba más que el coronavirus se desgañitan ahora en las redes sociales, para eludir así su propia responsabilidad,  señalando a los supuestos recortes sanitarios del pasado como los culpables de que precisamente en Madrid se haya disparado exponencialmente la pandemia.  Son muchos, políticos, periodistas, comentaristas, agitadores sociales, los que deberían estar pidiendo perdón a la sociedad por el mal que han hecho.

“En tiempos de tribulación no hacer mudanza” aconsejaba San Ignacio de Loyola. No es el momento de pedir o promover un cambio de gobierno. Es fundamental que todas las administraciones públicas colaboren y cooperen con el Gobierno de España en unos momentos tan graves como los actuales. Ya habrá tiempo para exigir responsabilidades o para aplaudir los aciertos. Todas las Instituciones del Estado deben cerrar filas, eludir polémicas estériles y trabajar en una misma dirección para acabar cuanto antes con esta pesadilla. 

No podemos caer en estrategias tan burdas y desleales como las diseñadas por una parte misma del gobierno, la de Podemos e Izquierda Unida, que aprovechando la especial sensibilidad social que genera la tragedia de la pandemia promueve caceroladas contra la Jefatura del Estado. Su indecencia ética y política no debe ser secundada. Mejor harían en intentar reparar el daño que han ocasionado habiendo abandonado a su suerte a los ancianos en las Residencias. 

Nos queda mucho por ver durante las próximas semanas o seguramente meses. No nos queda otra que obedecer las normas, observar, analizar y tomar buena nota de todo porque cuando esto pase habrá que pedir más de una explicación.

Fdo. Santiago de Munck Loyola
https://santiagodemunck.blogspot.com

martes, 3 de marzo de 2020

¿Vale algo la palabra de Pablo Iglesias?


Un político vale lo que vale su palabra. No puede ser de otra forma en un sistema democrático en el que el político se presenta ante los electores y les ofrece compromisos, promesas a cambio de que éstos le presten su voto. Es la esencia del contrato electoral entre candidato y votante. Pero, a diferencia de los demás tipos de contratos, no hay manera de resolverlo en caso de incumplimiento por parte del político hasta las siguientes elecciones en las que el votante podrá castigarle retirándole su apoyo, su voto, o perdonarle y volver a votar confiando en que en lo sucesivo cumpla con su palabra.

En los últimos meses todos los ciudadanos sin excepción, salvo los acríticos, hemos podido comprobar cómo en un tiempo récord los compromisos adquiridos ante los electores en la campaña electoral se han esfumado sin explicación alguna. Es tal el grado de falsedad y de mentira alcanzado por el Presidente Pedro Sánchez que difícilmente alguien podría imaginar que pudiera ser superado. Pues bien, no ha hecho falta esperar mucho porque el Vicepresidente Pablo Iglesias está dando estos días un claro ejemplo de que la falsedad, la ausencia de ética y de estética y la indignidad política no son patrimonio exclusivo del Sr. Sánchez. Pablo Iglesias está demostrando que si la palabra de Pedro Sánchez vale una mierda, y perdón por la expresión, la suya vale dos mierdas. Pedro y Pablo no sólo están unidos por el santoral y por el pacto de gobierno, están unidos también por una concepción espuria de la política.

Todos tenemos presente en la memoria la multitud de intervenciones televisivas y de discursos de Iglesias aleccionando a todo el mundo, criticando todos los supuestos vicios de eso que calificaba como la “casta”, presentándose como el hijo del pueblo, la semilla de la calle dispuesto a sacrificar su futuro trabajando hasta la extenuación y renunciando a cualquier privilegio en favor de los más desfavorecidos. Representaba a la perfección el papel de salvador moralista y desarrapado, vestido en Carrefour, presto al sacrificio y a los mandatos del pueblo, orgulloso de su vecindad vallecana a la que en la vida abandonaría. En fin, que tanta exhibición de bondad revolucionaria no es posible olvidar en tan poco espacio de tiempo.

Puso a caer de un burro a los socialistas negándoles el voto en la investidura fallida apelando a la cal viva como obstáculo insalvable que, visto lo visto, debía ser simple aguaplast. Se mofó públicamente de la Alcaldesa de Madrid despreciándola como mujer con suficientes méritos propios para ostentar el cargo público que ostentaba al afirmar que sólo estaba ahí por ser la mujer de quien era, algo que no debe ocurrir con su compañera sentimental Irene Montero que ha llegado a Ministra no por esa circunstancia personal, sino por un brillantísimo curriculum que nadie conoce; que compartan casa e hijos es pura coincidencia. Peroraba poéticamente sobre las excelencias que suponía su compromiso de no dejar nunca su barrio de Vallecas en el caso de alcanzar algún cargo público para poder así seguir saludando todas las mañanas al kiosquero de toda la vida, pero le faltó tiempo para adquirir un chaletazo a las afueras de Madrid porque, según él, tenía que construir su proyecto vital y familiar en otro entorno más favorable que el que le ofrecía su amado barrio de Vallecas. Puso verde la exministro Ignacio Wert porque había adquirido una vivienda a su juicio excesivamente cara, pero él no tuvo inconveniente alguno en adquirir para su proyecto vital, inconcebible en Vallecas, el llamado “casoplón” de Galapagar por más de 600.000 €, eso sí mediante un préstamo suscrito con la mediación del tesorero de su partido y a tipos de interés inalcanzables para el resto de los mortales. Y, por último, la guinda. Años afeando a todos los políticos de España por sus retribuciones, según él y sus conmilitones podemitas escandalosas, por lo que establecieron una norma supuestamente ejemplarizante y así poder restregársela a todo el mundo: los podemitas nunca cobrarían sueldos públicos que fueran superiores a tres veces el salario mínimo. Cojonudo. Pero, he te aquí que una vez en el Congreso y en el Gobierno de España la cosa cambia. Ahora hay que olvidarse de esa norma tan restrictiva y empezar a cobrar sueldos en función de la responsabilidad que se asuma en un cargo público. ¡Coño, como la casta! Pues sí.

Por la boca muere el pez. Es indudable que Pablo Iglesias es ante todo un bocazas. Y un auténtico jeta. Se ha dedicado a repartir estopa durante años predicando una moralina de saldillo y prometiendo solo lo que su público quería oír. Pero, no sólo ha estado predicando y criticando urbi et orbe, sino que ha ido comprometiendo su palabra, a cambio de votos, con promesas que ni ha cumplido, ni está dispuesto a cumplir. Este demócrata que mantiene a la mitad de las organizaciones territoriales de su partido con gestoras, porque el que se mueve no sale en la foto, podrá ahora realizar mil juegos dialécticos para justificar lo injustificable, pero lo cierto es que su palabra vale dos veces lo que vale la de Pedro Sánchez. O más.

Santiago de Munck Loyola

domingo, 23 de febrero de 2020

Refundar el centro derecha: una necesidad inaplazable.




Desde que se celebraron las últimas elecciones generales y, en especial, desde la formación del gobierno social-comunista gracias al apoyo de los separatistas vivimos en un ambiente político bastante crispado y tenso. Es cierto que el nuevo gobierno ha puesto en marcha una agenda política y legislativa que no fue respaldada por la mayoría de los electores, pero que se ve convalidada por una mayoría parlamentaria más que suficiente. 

Como también es cierto que el Presidente del Gobierno mintió cuando solicitó el voto a los españoles en la campaña electoral al prometer actuar de forma opuesta a como lo está haciendo, pero, en todo caso, correspondería a los votantes socialistas exigirle responsabilidades por haber sido estafados. El papel de la oposición no puede ser en este asunto más que el de simple notario e informador de dichos incumplimientos.

Sin embargo, da la sensación y así se nos transmite de que nos encontramos ante una situación de excepcional gravedad, no tanto porque el nuevo gobierno vaya a aplicar una agenda radical e izquierdista, sino porque para poder hacerlo va a comprar el apoyo de los independentistas con cesiones que van a suponer el fin de la unidad de España y, por consiguiente, de la propia nación española. Y tal como van las cosas es muy probable que vaya a ser así. Pero de ser así ¿cómo está actuando la oposición? ¿qué está haciendo el centro derecha español? 
Hay que recordar, en primer lugar, que a la luz de los resultados electorales del pasado noviembre, las fuerzas políticas del centro derecha fueron las primeras responsables de que la suma de socialistas, comunistas y separatistas lograse la mayoría absoluta. No llegar a acuerdos preelectorales entre PP, Ciudadanos y Vox impidió que la mayoría de votos del centro derecha se tradujera en una mayoría parlamentaria. Es un hecho evidente que no admite discusión. Primaron los intereses partidistas sobre el interés general;  entre los dirigentes de PP, C’s y Vox se impuso una visión miope y cortoplacista que resultó suicida y esta decisión no se correspondía con los negros augurios que ya nos anticipaban sobre un hipotético triunfo socialista. Ante una amenaza tan grave para la soberanía nacional, para la unidad de España y para la supervivencia de determinados valores ¿dónde quedó el patriotismo de los dirigentes de los tres partidos? ¿Dónde su capacidad de acuerdo y su generosidad en favor de bienes superiores? 

Ahora estamos ante tres nuevos retos electorales en Galicia, País Vasco y Cataluña y parece que algunos siguen en sus trece, es decir, en su visión miope y egoísta de la política partidista. La necesidad de llegar a acuerdos preelectorales es más que evidente si se quiere mejorar resultados electorales y, sobre todo, si se quiere sentar las bases para la construcción de un amplio movimiento político que, aglutinando diferentes sensibilidades, sea capaz de ofrecer una alternativa nacional y constitucional al frente social comunista separatista. 

Somos muchos los ciudadanos que creemos en la libertad política, económica y social, en la soberanía nacional, en la unidad de España, en la igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos, en el respeto a la Ley, en la solidaridad territorial y social o en la persona como centro de toda acción política que necesitamos un proyecto político plenamente democrático, abierto, participativo, de carácter nacional y con capacidad de integración territorial. Y, al contrario de lo que muchos analistas políticos afirman, no se trata de una competición para ver qué partido absorbe a otro. Se trata de una refundación del espacio de centro derecha, de una integración gradual y progresiva de los diferentes partidos que lo integran: coalición, confederación, federación y partido. Es cierto que a la vista del panorama actual y de los mini liderazgos que pueblan el centro derecha se antoja un objetivo inalcanzable. Pero, no cabe ninguna duda de que mientras “las derechas” sigan compitiendo entre si sus verdaderos adversarios políticos seguirán desguazando nuestra patria.

Santiago de Munck Loyola

lunes, 20 de enero de 2020

Ni pin, ni pon: Derecho a objetar contra el adoctrinamiento de los hijos.


A veces la indignación o las prisas no son buenas consejeras y todos podemos caer en errores involuntarios. Quizás es lo que a muchos nos ha podido pasar al escuchar a la Ministra Celaá, tras el último Consejo de Ministros, decir que "no podemos pensar de ninguna de las manera que los hijos pertenecen a los padres" al manifestar la oposición del Gobierno a la implantación de eso que se ha venido en llamar el “pin parental” que no es otra cosa que la obligación de los centros educativos de informar a los padres de las actividades que se realicen en las aulas dentro de las actividades complementarias por parte de personal ajeno al centro docente y la autorización expresa de dichos padres para que sus hijos participen en ellas.

Tiene razón la ministra al afirmar que “los hijos no pertenecen a los padres” y la tiene fundamentalmente porque la “pertenencia” es una cualidad asociada al concepto de “propiedad”. Las personas, los seres humanos no pueden ser objeto de propiedad. La propiedad sólo es predicable de las cosas y de los animales. Así de simple. Y del mismo modo, los hijos tampoco pertenecen al Estado aunque esa pertenencia de los hijos, e incluso de los adultos, al estado omnipotente ha sido y es una constante en las ideologías totalitarias como el nazismo, el fascismo y el comunismo.

Es por consiguiente absurdo seguir entrando al trapo y debatir sobre a quién “pertenecen” los hijos. A nadie, es la respuesta, pero más importante que la idea de la pertenencia o de la propiedad son las ideas de la custodia y de la responsabilidad. Los hijos no son autónomos hasta la mayoría de edad y hasta entonces, y aún después en determinados supuestos, los padres son sus custodios y son los responsables de su crianza, alimentación, salud, formación, educación, ocio, etc. Son los padres, los progenitores, quienes en virtud de esa custodia y responsabilidad asumen toda una larga serie de obligaciones y de derechos, los padres y no el Estado. 

Un Estado moderno, democrático y sustentado en los valores de los derechos humanos sólo tiene un papel subsidiario frente al cumplimiento paterno de las obligaciones derivadas del correcto ejercicio de esa paternidad. Corresponde al Estado poner los medios educativos, sanitarios o sociales para que puedan ser usados por los padres para educar, cuidar y atender a los hijos y corresponde al Estado, mediante los oportunos mecanismos judiciales, intervenir cuando del incumplimiento de las obligaciones paternas puedan derivarse perjuicios para el menor de edad. Y no hay más. No hay que romperse la cabeza. 

No se trata pues de centrar el debate sobre la pertenencia o propiedad de los hijos porque es indiscutible. El debate hay que situarlo sobre el ejercicio de las responsabilidades que la paternidad conlleva y sus límites así como sobre el alcance de las facultades del estado. Y toca además hacerlo en relación al derecho de los padres a que sus hijos reciban o no determinadas enseñanzas en los centros escolares. Cuanto se habla del “pin parental” enseguida escuchamos a sus detractores proferir una larga lista de simplezas para descalificarlo. Pues bien, no se trata de que los padres puedan oponerse a que se impartan conocimientos de materias regladas. Si los padres creen que la tierra es plana o no creen en la teoría de la evolución no puede ser objeto de aplicación del “pin parental”. Se trata de conocimientos impartidos en el contexto de asignaturas regladas. De lo que se trata es de dilucidar si los padres pueden o no objetar a que sus hijos, fuera de las asignaturas regladas, es decir, en actividades complementarias, participen o no en las mismas. Y, atención, aquí tampoco se trata de poder objetar sobre los valores constitucionales. 

Se trata de poder oponerse y objetar a actividades o enseñanzas de adoctrinamiento religioso, político, moral, sexual, etc. Pretender educar a los niños en la llamada “ideología de género” es uno de los más claros objetivos de los detractores del “pin parental”, no nos engañemos, así se lo acabamos de escuchar a la ministra Montero. Y la ideología de género no es más que una ideología más, no es una verdad científica ni un dogma. Pretender desde el Estado inducir a los menores a experimentar sexualmente con su propio cuerpo, por citar otro ejemplo, va mucho más allá de lo que ha de considerarse un objetivo estrictamente pedagógico.

Pocas dudas pueden caber. La responsabilidad directa de la educación de los menores es de los padres, no del Estado. La familia tiene el deber y el derecho de educar y formar a sus hijos en los valores que mejor estime, en los valores acordes a los principios que sustentan nuestra convivencia y nuestra sociedad occidental. Y sí podría darse el caso de alguna familia yihadista que quisiera acogerse al “pin parental” para evitar la transmisión de los valores democráticos y occidentales a sus hijos, pero dicha hipótesis sería excepcional y la excepción no puede servir para descalificar una propuesta que busca preservar los legítimos derechos de los padres a proteger la educación de los hijos y a evitar su adoctrinamiento por parte del poder de turno.

Santiago de Munck Loyola
https://santiagodemunck.blogspot.com

viernes, 15 de noviembre de 2019

¿Por qué dicen negociación cuando quieren decir claudicación?



Políticos de izquierdas, alguno despistado de derechas, comentaristas políticos y muchos ciudadanos repiten incesantemente que la solución al problema de los independentistas catalanes pasa por el diálogo. Parece que lo “progre”, lo molón, es repetir este mantra, el del diálogo. Y algunos lo matizan además, como el Presidente del Gobierno en funciones, que se trata de “diálogo dentro de la Constitución”. Una majadería, por mucho que se repita, no deja de ser lo que es una majadería. ¿Alguien ha prohibido dialogar en nuestro país? ¿Saben de verdad lo que significa dialogar? ¿Desde cuándo hay que hablar dentro de la Constitución o de las leyes? ¿Y qué significa eso?

La palabra diálogo no es otra cosa, tal y como lo define la Real Academia de la Lengua Española, que una “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Dicho en román paladino dialogar es hablar, conversar, platicar, departir y en España se puede hablar de todo esté dentro o no de la Constitución. Y los políticos además de poder hacerlo cuando, como y donde quieran tienen a su disposición no sólo un Parlamento Nacional (de “parlar”, hablar) sino 17 parlamentos regionales. Por cierto, cuando el demagogo presidente del Parlamento catalán afirma que no va a consentir que el Tribunal Constitucional impida que se hable de cualquier tema, incluida la independencia, en su cámara regional, miente como un bellaco. En el Parlamento catalán se puede hablar de todo de independencia o del racismo del Sr. Torra (salvo cuando lo prohíbe el Sr. Torrent), pero lo que no se puede hacer es adoptar resoluciones contrarias a la Ley. Ni en el Parlamento catalán ni en ningún otro.

Por tanto, va siendo hora de desmontar ese discurso buenista a la vez que torticero. Nadie impide en España que se dialogue sobre el independentismo o sobre los genes superiores de Torra. El problema de Cataluña no es que falte diálogo, como tampoco es la solución. Tampoco hacen falta mesas de diálogo en las que poder hablar de espaldas a los españoles. Las únicas “mesas” de diálogo, en un estado de derecho, se llaman Parlamento donde los políticos deben hablar y expresar sus opiniones en representación de los votantes con luz y taquígrafos.

Pero no contentos con intentar vendernos esta moto del diálogo, a la misma le añaden el sidecar de la negociación. Diálogo y negociación para solucionar el problema de los independentistas. El problema es que los independentistas catalanes, al igual que los, bilduetarras y demás nacionalistas vascos entienden por negociación la rendición y la cesión de la otra parte. Llegan a la “mesa” exigiendo o pidiendo lo suyo pero no se plantean que a lo mejor el de enfrente puede poner encima de la mesa también lo suyo. El diccionario de la RAE ofrece dos significados sobre la palabra negociar que pueden tener aplicación en el mundo de la política:

2. intr. Tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro. U. t. c. tr.
3. intr. Tratar por la vía diplomática, de potencia a potencia, un asunto, como un tratado de alianza, de comercio, etc. U. t. c. tr.

De momento, descartemos la acepción segunda aunque signifique la fantasía de todo independentista. Nada impide a ningún gobierno, es más constituye una obligación, tratar asuntos públicos procurando su mejor logro. Sin embargo, los separatistas catalanes no buscan eso.
Por negociación entienden que ellos exigen la independencia y el Gobierno de España debe pactar con ellos cómo y cuándo otorgarla. No le demos más vuelta. No hay más. Los separatistas solo quieren “negociar” cuán y cómo van a conseguir la independencia.

Ahora bien, imaginemos por un momento una “negociación” de verdad. De una parte, tendríamos a los independentistas con su propuesta, la única, la independencia de Cataluña. De otra, al Gobierno de España pero no como hasta ahora sin propuesta alguna, sino con la lista de sus pretensiones que muy bien podrían ser: garantizar a todos los españoles los mismos derechos (fiscales, sanitarios o asistenciales) y obligaciones en todos los territorios de España, incluida Cataluña, (algo tan evidente como ejecutar un mandato constitucional, por cierto), establecer el mismo modelo educativo en todas las autonomías (como en cualquier país europeo), garantizar la educación en español en cualquier parte de España (como ocurre en Francia, Alemania o Gran Bretaña), establecer un mando único nacional sobre todas las Fuerzas y cuerpos de seguridad o suprimir los organismos autonómicos que duplican competencias estatales. Sería una lista de pretensiones absolutamente constitucional, incluso más, sería un simple cumplimiento en la mayor parte de los asuntos de los mandatos constitucionales ¿No? Y ahora a negociar ¿no?

Pues eso es lo que implica toda negociación, intentar acercar posturas y transaccionar. Lo que no nos pueden “vender” es su moto, ni imponer su monotema de la independencia. No, ni los independentistas, ni los que les compran su mantra de “diálogo y negociación” lo que en realidad quieren es en primer lugar que se hable solo y exclusivamente de su pretensión y, en segundo lugar, que la negociación sea una rendición, una claudicación del Estado ante su exigencia. Los independentistas no quieren negociar, solo imponer su objetivo. Que no nos vengan más con su cuento. Se han inventado un pasado inexistente para justificar su objetivo;
ocultan su pasado filonazi de los años treinta; santifican a asesinos como Companys;  se proclaman nación y nos niegan a los demás el derecho a serlo; se inventan un derecho a la autodeterminación que no existe en ningún país del mundo; agitan el espantajo de la independencia para tapar una profunda corrupción que empapa a todo el independentismo catalán y que durante décadas ha estado robando a manos llenas a los catalanes y, de paso, al resto de las españoles; se creen superiores genéticamente; postulan la existencia de dos clases de ciudadanos, de una parte, la clase política y, de otra, el resto otorgando a la primera la impunidad para vulnerar la ley, para delinquir, al usar la denominación de “presos políticos” en lugar de la simple realidad, políticos presos; participan por acción u omisión de la violencia y no sólo de la física, sino también de la violencia social que llevan décadas practicando. Su voluntad dialogante y negociadora no es más que una farsa porque solo quieren imponer su voluntad sin someterse a las reglas establecidas en la Constitución vigente, porque no creen en la democracia, ni en el estado de derecho y se pasan la soberanía del pueblo español por el arco del triunfo.

Si quieren negociación, que la tengan, pero que además de su carta, el Gobierno de España ponga sobre la mesa las suyas y que, para ello, pregunte al Parlamento español qué propuestas debe trasladar a la negociación. Mejor aún, que nos pregunte a los españoles. A ver si se atreve.

Santiago de Munck Loyola