Parece
que, una vez más, la clase política en general no ha sabido estar a la altura
de las circunstancias y del clamor social contra la corrupción y ha sido
incapaz de alcanzar un gran Pacto de Estado contra la corrupción. A lo más que
se ha llegado tras el debate sobre el estado de la Nación ha sido a un gran
acuerdo, no respaldado ni por el PSOE ni por IU, aprobando una serie de
Resoluciones promovidas en su mayoría por el Partido Popular instando a la
adopción de un catálogo de reformas contra la corrupción. Así, el Congreso ha
aprobado 16 Resoluciones al Debate sobre el Estado de la Nación , de las que 14 han
sido impulsadas por el Grupo Popular, una por el PNV, y otra acordada sobre la
base de tres propuestas del PP, CiU, UPyD y el Grupo Mixto (UPN).
Una de
estas resoluciones expresa la necesidad de un acuerdo de las fuerzas políticas,
con el fin de adoptar cuantas medidas de regeneración democrática,
fortalecimiento institucional y lucha contra la corrupción sean precisas para
que los ciudadanos aumenten su confianza en las instituciones, emplazando a
elaborar un pacto ético entre los partidos respecto al tratamiento de los casos
de corrupción y de los encausados. Igualmente, se pide la creación de una
comisión independiente formada por personas de amplio reconocimiento y
prestigio social que elabore un informe para su remisión al Parlamento sobre la
regeneración de la democracia y se emplaza al Gobierno a aprobar una serie de
proyectos de ley para su remisión al Parlamento: una Ley Orgánica de Control de
la Actividad
Económica y Financiera de los Partidos Políticos, la Reforma de la Ley Orgánica del
Tribunal de Cuentas para articular más instrumentos de control, la reforma de la Ley de Contratos del Sector
Público para fortalecer el régimen de las prohibiciones de contratación con el
sector público a todas las personas físicas y jurídicas condenadas por
corrupción, una Ley Reguladora del Ejercicio de las Funciones Políticas, como
Estatuto del Cargo Público, la reforma
del Código Penal para endurecer la sanción de la corrupción, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
y, en su caso, de la Ley
Orgánica del Poder Judicial, incorporar
a la Ley de Transparencia , Acceso a la Información y Buen Gobierno,
a los partidos políticos, las organizaciones sindicales y empresariales y
aquellas entidades e instituciones que se financian esencialmente a través de
dinero público, regular las organizaciones de intereses o "lobbies" y
otras medidas como modernizar las campañas electorales.
Del
examen de esta batería de medidas se deduce claramente que, al margen de la
imposibilidad de lograr la unanimidad entre la clase política para combatir la
corrupción, no se ha abordado el problema, salvo en lo relativos a los Partidos
políticos (y habrá que esperar para ver con qué alcance), desde la perspectiva
de las causas que facilitan o propician la aparición de la corrupción. Los
grupos políticos se han decantado más bien por aumentar los controles y
endurecer las sanciones sobre la corrupción, pero no por atajar las causas que
la facilitan.
La
inmensa mayoría de los casos de corrupción que afloran en nuestro país tiene su
origen en tres ámbitos concretos: en el urbanismo, en las contrataciones
públicas y en el funcionamiento de los partidos políticos. Y en el trasfondo
está la discrecionalidad, la capacidad de decisión discrecional de técnicos y
políticos, a la hora de ejecutar el urbanismo y de contratar obras, servicios y
suministros con las administraciones públicas. Curiosamente, en las
resoluciones aprobadas no se contiene ninguna mención a la necesidad de
reformar la legislación del suelo o de las contrataciones con las
administraciones públicas que permiten el uso y el abuso de la
discrecionalidad, y por tanto de la arbitrariedad, a la hora de aplicar las
diferentes normas que desarrollan esas materias. La primacía de criterios
subjetivos sobre los objetivos en materia de urbanismo y de contrataciones es
la que facilita que políticos y técnicos en algunos casos hagan un mal uso de
las facultades que tienen otorgadas y que, por tanto, basen sus decisiones en
intereses personales y no en intereses puramente públicos.
Todo
hace pensar que siendo estas resoluciones un importante avance para castigar la
corrupción no lo son tanto para prevenirla y ello permite poner en duda la
existencia de una auténtica voluntad o de capacidad de la clase política para
acabar con la lacra de la corrupción. Y lo que desde luego ha quedado patente
es la falta de altura política de algunos para intentar aunar voluntades en
algo tan importante para el conjunto de los ciudadanos.
Santiago
de Munck Loyola