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martes, 15 de noviembre de 2016

El próximo Congreso del PP.

Con dos años de retraso y de incumplimiento de sus propios Estatutos, el Partido Popular va a celebrar su XVIII Congreso Nacional entre los días 10 y 12 de febrero de 2017. Se trata del cónclave del máximo órgano decisorio del partido en el que se aprobarán no sólo modificaciones estatutarias o las líneas ideológicas y políticas del mismo, sino también, y es lo que más interesa a algunos, la cúpula dirigente del mismo.

El Congreso centrará sus trabajos en cinco ponencias: Política y Estatutos, Social, Económica y Administración Territorial, Educación y Cultura y Europa. Los ponentes serán los actuales vicesecretarios: Fernando Maíllo, Javier Maroto, el incombustible Javier Arenas, Andrea Levy y Pablo Casado.

La participación de los militantes está limitada a la elección de parte de los compromisarios, los delegados que asisten y votan en el Congreso, es dir, al 80 % de los mismos. El número de compromisarios será de 3.128 de los cuales 513 son natos, es decir el 20% de los compromisarios son cargos públicos o pertenecen a la burocracia del partido, y 2.565 son electivos. A nadie se le escapa que para muchos participar en el Congreso Nacional del PP es una oportunidad de oro, no para trabajar en las ponencias aportando ideas y propuestas, sino para hacer pasillos, para dejarse ver, para rendir pleitesía o para intentar cruzar unas palabras con los máximos líderes.

La participación del afiliado a través de la elección de los compromisarios puede parecer impecablemente democrática, pero todo aquel que ha tenido la oportunidad de conocer los mecanismos internos de funcionamiento del Partido Popular, sobre todo en Alicante, sabe perfectamente que de la teoría a la práctica hay un enorme abismo. En mis largos años de militancia popular, desarrollada sobre todo en Madrid, jamás encontré mayor desprecio hacia las reglas básicas de la democracia que las que se practicaban en el PPCV y, en especial, en la Provincia de Alicante. Teóricamente cualquier afiliado al corriente de pago de su cuota tiene derecho a presentar su candidatura para ser compromisario y participar en un Congreso, sin embargo, tal y como me señaló en su día, el que fue Secretario Provincial de Alicante José Juan Zaplana, las plazas de compromisarios asignadas a Alicante se reparten a dedo entre las distintas “familias” y “sensibilidades” del partido y si no perteneces destacadamente a alguna de ellas o careces de “padrino” te quedas fuera. Por ello, hay que ser conscientes de que cuando se reúna el cónclave popular su legitimidad será bastante limitada. Y esa es una de las razones que puede explicar la cada vez mayor distancia ideológica y estratégica entre los resultados de los congresos y el sentir de la militancia y, con ella, de buena parte del electorado. Se trata de una asignatura pendiente que debería ser abordada con urgencia y con decisión en la ponencia de Política y Estatutos. Sin participación real del afiliado, sin profundizar en la democracia interna no es posible avanzar hacia una profunda regeneración ni, por supuesto, articular medidas internas capaces de prevenir y combatir la corrupción.

Y qué decir sobre la presentación de avales para respaldar una candidatura. Las presiones del aparato pueden a llegar a ser brutales, sobre todo si quien te conmina a que avales una determinada candidatura, por ejemplo la de Rajoy en 2008, cuenta con poder institucional. O firmas el aval o el PGOU en tramitación de tu pueblo puede que no salga adelante, o avalas o te olvidas de la ampliación del Centro de Salud que has pedido. Chantajes similares se han producido en el PPCV y, pese a ser públicos, nadie se ha ido al juzgado.

El Partido Popular se encuentra ante una gran oportunidad para recuperar la credibilidad y el liderazgo en la sociedad, pero para ello ha de apostar decididamente por un cambio profundo, por una revolución o refundación interna que acabe de una vez con todos los obstáculos y hábitos que lo han alejado de sus propias bases y del electorado. Conformarse con seguir siendo el mal menor o el último refugio electoral ante la izquierda sería un triste y seguro final político.

Santiago de Munck Loyola




viernes, 11 de noviembre de 2016

Todo “patas arriba”.

La victoria del candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, nos ha cogido desprevenidos a la mayoría de los ciudadanos españoles. Contra todo pronóstico Trump ha barrido a su oponente, la demócrata Hillary Clinton, y ha levantado toda clase de alarmas. ¿De dónde venían esos pronósticos? Parece que, al margen de las encuestas electorales que siempre las carga el diablo, los pronósticos provenían fundamentalmente de los medios de información, tanto norteamericanos como europeos, que transmitían más los deseos de las élites y los grupos de presión que de los votantes estadounidenses. Hace tiempo que los medios de información han sobrepasado los márgenes de su opinión antes contenida a la línea editorial o a los artículos de autor para pasar a convertirse en medios de deformación u orientación de la opinión pública. El tiente de las empresas propietarias o de la propia adscripción ideológica de muchos informadores traspasa todos los límites y la información como tal es controlada, manipulada u omitida en función de los intereses ideológicos a los que sirve el medio de información. La inmensa mayoría informa o comunica desde una perspectiva cargada de subjetivismo y con una finalidad concreta.

Reconozco que el Sr. Trump no me gusta, como tampoco la Sra. Clinton, pero mientras que en el segundo caso poseo elementos de juicio sustentados en una trayectoria y actuaciones políticas determinadas, reconozco que en el caso del primero mis prejuicios provienen de una percepción derivada fundamentalmente de lo que los medios de comunicación han querido contar u omitir sobre el Presidente electo. Poco más que su estampa a veces grosera, tosca o chabacana nos han dejado conocer sobre el Sr. Trump y, por pura lógica, alguna cualidad, algún mensaje de valor o alguna esperanza sensata ha debido ser capaz de transmitir el Sr. Trump a los electores para haber ganado las elecciones presidenciales, a pesar de los obstáculos de la casta republicana, de la casta demócrata, de la casta periodística y de los grupos de intereses que están infiltrados en todo el sistema social norteamericano. A título de ejemplo, basta recordar el empeño de muchos en subrayar el carácter machista del candidato republicano sobre la base de unas grabaciones de hace diez años al mismo tiempo que ensalzaban la figura de la Sra. Clinton como referente de los derechos de la mujer. 

Pero la historia reciente nos recuerda como el demócrata Clinton usaba su situación de poder presidencial para desarrollar actividades sexuales que no dignificaban precisamente el papel de la mujer y sobre las que Sra. Clinton no mantuvo una actitud condenatoria y combativa como se supone que debería haberlo hecho una mujer comprometida con la dignidad de la mujer. ¡Ah! Eso no es censurable porque la Sra. Clinton, como su marido son de izquierdas. Frente al muro de descrédito institucionalizado por el sistema político y social, algo positivo han debido percibir los votantes norteamericanos para finalmente elegir a Trump Presidente.

El sistema político norteamericano es un sistema sólido y experimentado que puede sobreponerse con relativa facilidad a la sorpresa de esta elección e incluso a la actitud antidemocrática que estos días están exhibiendo en algunas ciudades norteamericanas algunas decenas de miles de izquierdistas que protestan y no aceptan la elección del pueblo norteamericano, por cierto, con la complacencia de algunos medios de desinformación y de políticos españoles, aún no recuperados del disgusto que les ha provocado esta elección presidencial, pronto quedará en el recuerdo.

Hay varias lecciones que podemos extraer de estas elecciones presidenciales norteamericanas. De una parte que los todopoderosos medios de comunicación no lo son tanto y que su descarado empeño en moldear el voto en un determinado sentido puede provocar el efecto contrario. De otra que las encuestas deben analizar mejor el voto oculto porque su incidencia es mayor cuanto más maniqueo sea el contexto electoral provocado por los medios de comunicación. Y, por último, que la movilización de votantes tradicionalmente no participativos, hábilmente explotada por el equipo de Trump, puede hacer cambiar la estructura electoral y política de un país. No hay partidos inamovibles, no hay candidatos seguros y todo puede ser puesto “patas arriba” por el simple ejercicio de ir a votar.

Santiago de Munck Loyola

jueves, 3 de noviembre de 2016

Empieza lo más difícil.



Ha costado, pero al final se ha logrado. España vuelve a tener un gobierno y no en funciones, más de un año después de que se disolvieran las Cortes el 26 de octubre de 2015. Tras un fin de semana intenso, aderezado con vergonzosos espectáculos en el Congreso de los Diputados durante la sesión de investidura y con alguna que otra sorprendente entrevista televisiva, hoy jueves 3 de noviembre Mariano Rajoy ha anunciado su nuevo equipo de Gobierno.

Habrá quien piense que el mecanismo constitucional no ha funcionado bien y que un año sin gobierno es una evidencia de su fracaso. Pero conviene echar la vista atrás, repasar la historia y, en especial, la génesis de nuestra Constitución. Es evidente que la Constitución del 78 no es perfecta y que abrió vías muy peligrosas sobre todo en lo referente a la estructura del Estado que afectan a la unidad de los españoles. Pero, con todo, ha sido un modelo que ha funcionado razonablemente bien y que nos ha dotado de una estabilidad política extraordinaria. La Constitución del 78 supuso sobre todo un enorme esfuerzo de reconciliación entre las dos Españas, la izquierda y la derecha. Este esfuerzo se plasmó en un texto con concesiones ideológicas por ambas partes y, como es lógico, con quizás demasiadas indefiniciones. Los políticos de entonces, ahora denostados por algunos, fueron capaces de realizar enormes cesiones, de dialogar y de buscar acuerdos para que la norma fundamental del Estado fuera capaz de garantizar la estabilidad y la alternancia política. Personas provenientes del más puro franquismo y sus adversarios políticos, incluso enemigos de la guerra civil, hablaron, dialogaron y pactaron. Y esta fórmula, el consenso en aspectos esenciales, ha sido clave en la arquitectura constitucional. Sin embargo, el camino escogido para sellar la reconciliación entre las otras dos Españas, la del centro y la periferia, ha fracasado. El paso de un Estado centralista a un estado autonómico, descentralización administrativa y política, no sólo no ha servido para acabar con la tensión centro-periferia, sino que a la luz de los resultados no ha hecho más agravarla.

La responsabilidad de que España haya estado sin gobierno durante más de un año quizás hay que buscarla en las actitudes y los valores de gran parte de la actual clase política que no comulga con los sentimientos políticos que animaron a los constituyentes a superar los odios y enfrentamientos del pasado para buscar puntos de encuentro, lugares comunes sobre los que cimentar la convivencia de los españoles. Las líneas rojas, los cordones sanitarios, los vetos personales han primado más durante el último año que la búsqueda de consensos básicos y esenciales para que España pudiera ser gobernada. Y es, cuando menos curioso, que son algunos de los nuevos y más jóvenes políticos los que encarnan ese desprecio al consenso y al diálogo. Son precisamente buena parte de quienes se han criado a la luz de la Constitución del 78 los que más desprecian sus valores más sólidos para construir una política de diálogo y de pacto. Y para romper el círculo vicioso en que se había convertido la investidura de un Presidente del Gobierno han tenido que intervenir algunos de los protagonistas del 78.

El fin de semana nos deparó el espectáculo poco edificante del diputado Rufián, un personaje cuyo partido solo quiere romper España, intentando insultar y descalificar a todos, especialmente a los socialistas a base de frases tuiteras y latiguillos inconexos, pero absolutamente incapaz de construir un discurso constructivo e intelectualmente comprensible. 

O el espectáculo del Sr. Iglesias que todavía no sabe bien si su sitio está dentro o fuera del Congreso, que se suma a la manifestación "Rodea el Congreso" promovida por Bildu, que no condena las agresiones a Diputadas de Ciudadanos, pero que no tiene inconveniente moral alguno en aplaudir, junto con sus compañeros, a la gente más indigna que ha pisado ese hemiciclo como son los de Bildu. El Sr. Iglesias, ahí lo tiene claro, nada de líneas rojas con los representantes políticos de la banda asesina etarra. Y también pudimos escuchar las confesiones del defenestrado Pedro Sánchez, más cerca de los podemitas que de los constitucionalistas y más cerca de los que quieren romper España que de quienes defienden su unidad. Ha evidenciado que le daba igual el mandato de su Comité Federal, que creía que podía construir una alternativa de gobierno de la mano de los podemitas, de los independentistas y, si hubiera hecho falta, de los bilduetarras. Curiosamente, de la mano de todos aquellos para quienes, por unas u otras razones, la Constitución del 78 es papel mojado.

Tenemos Gobierno y ya es algo, pero estamos lejos de reconstruir un espacio de convivencia y un espectro político que vuelva a garantizar progreso y estabilidad. Son necesarias muchas reformas empezando por todas aquellas que impliquen una sustancial mejora en la calidad democrática de los partidos constitucionalistas. Hay que volver a revitalizar los principios de dieron paso a nuestra Constitución y atraer a la inmensa mayoría de los ciudadanos hacia ellos. Regenerar no es tarea fácil, pero es imprescindible. Nos jugamos demasiado.

Santiago de Munck Loyola