Da la sensación de que cuando se
habla de “regeneración democrática” o, simplemente, de “regeneración” cada
partido y, si se apura, cada político tiene una idea propia o un concepto
particular sobre su alcance y significado. La regeneración se ha convertido en
palabra talismán y ha pasado a ser de una palabra prohibida en el Partido
Popular a una palabra de moda que, incluso, puede abrir o cerrar la puerta del
gobierno para Mariano Rajoy. Ciudadanos ha impuesto al PP seis medidas
regeneracionistas para negociar la investidura de Rajoy como si esas seis
medidas fueran la clave para regenerar nuestro sistema democrático. Y se
equivocan. Se han dejado en el cajón muchas otras medidas que son más
importantes y que sí supondrían de verdad la manifestación de una auténtica
voluntad regeneracionista.
La regeneración democrática
significa volver a generar nuestro sistema democrático, sanearlo para acabar
con la desafección ciudadana al mismo. Significa podar todas las ramas del sistema
que con el paso del tiempo y su mal uso se han estropeado. Significa, en
definitiva, eliminar todo aquello que con los años y el abuso por parte de los
partidos y de buena parte de la clase política aleja al sistema democrático del
interés general. Regenerar es reformar para que la democracia se revitalice y
sirva más y mejor a los ciudadanos. Las seis medidas regeneradoras propuestas
por Ciudadanos son claramente insuficientes. Son sólo una pose para la galería
pero no abordan, ni de lejos, las causas que originan las insuficiencias
democráticas de nuestro sistema político.
Al hablar de regeneración hay que
hacerlo, al menos, de la necesidad de profundizar en la división de poderes, de
reformas que afectan a los agentes políticos (partidos y clase política), de
instaurar medidas más eficaces para combatir la corrupción y de reforzar la
democracia con más transparencia, más igualdad de oportunidades y más
participación ciudadana. Y no hay que olvidar que las medidas que pueden formar
parte de estas cuatro grandes áreas se entrecruzan en no pocos casos.
La división de poderes no puede
seguir siendo un mero enunciado que no se ajusta a la realidad institucional.
Los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, deben ser realmente
independientes si queremos que sirvan de contrapesos institucionales y cumplan
sus funciones sin interferencias mutuas. En este sentido, ya es hora de que los
partidos políticos a través del ejecutivo o el legislativo dejen de controlar a
la judicatura. Como también es hora de que el poder ejecutivo abandone el
legislativo. No tiene lógica alguna que miembros del poder ejecutivo como
alcaldes o incluso consejeros autonómicos y ministros formen parte de las
diferentes asambleas legislativas. O se pertenece al poder ejecutivo o al
legislativo, pero no a los dos a la vez. Y esto está íntimamente relacionado
con las reformas a impulsar que afectarían a la clase política: el
establecimiento de rígidas incompatibilidades y la prohibición de simultanear
varios cargos públicos.
Un asegundo gran bloque de
reformas a impulsar afectaría a los principales agentes políticos de nuestra
democracia, a los actores, partidos y clase política. Es imposible promover la
regeneración de nuestra democracia si los que han de ejecutarla siguen anclados
en los vicios políticos del pasado y presente. Es hora de trasladar a las leyes
una concepción de la política como vocación de servicio público temporal. El
político viene a servir a la sociedad, no a servirse de ella, su trabajo que es
voluntario no puede estar rodeado de privilegios y prebendas. Por ello, es
imprescindible la aprobación de un Estatuto del Cargo Público que entre otras
cosas establezca: la limitación salarial (ni un sueldo público por encima del
sueldo del Presidente del Gobierno), sometimiento al mismo régimen fiscal y de
pensiones que el de cualquier ciudadano, supresión de coches oficiales, salvo
para altos cargos, y su uso tributable como pago en especie, endurecimiento del
régimen de incompatibilidades, aplicación del principio de “una persona un solo
cargo”, limitación de mandatos, exigencia de experiencia previa profesional
para el acceso a cargo público y la eliminación de los aforamientos. En cuanto
a los partidos políticos sería necesaria una reforma de su Ley reguladora para fortalecer
el poder de decisión y de elección interna de los afiliados, reforzar las
garantías de los derechos de los mismos y reformar su sistema de financiación
para que no sea, en gran parte, a costa del contribuyente.
Una de las grandes lacras de
nuestro sistema es la corrupción y si prolifera es por varias razones. Una de
ellas es porque tanto las leyes sobre contratación pública como sobre el
territorio encierran una gran carga de subjetividad y, por tanto, de
arbitrariedad en el proceso de toma de decisiones. No basta con sacar a los
políticos como algunos proponen de las mesas de contratación que, al fin y al
cabo, se limitan a analizar y recomendar, sino que es imprescindible que las
normas reguladoras de la contratación pública y de la ordenación del suelo
fundamenten la toma de decisiones en criterios puramente objetivos. Y
entrelazando con la separación de poderes es evidente que desde la perspectiva
de la persecución de la corrupción el refuerzo de la independencia judicial
sería de gran ayuda.
Y, por último, el bloque referido
al refuerzo de las instituciones democráticas pasa necesariamente por una
reforma de la Ley Electoral
que, independientemente del uso del sistema proporcional o el mayoritario, como
mínimo iguale el valor del voto de cada ciudadano, sea de la provincia que sea,
instaure las listas abiertas y suprima la necesidad de avales a los partidos
sin representación parlamentaria. Del mismo modo, sería necesario impulsar una
reforma que permita investigar parlamentariamente la presunta financiación
ilegal de cualquier partido político, no sólo del PP, sin necesidad de que esa
investigación dependa de una mayoría parlamentaria. Un último aspecto que
redundaría a favor de la igualdad y la transparencia democrática, en detrimento
de los partidos como agencias de colocación,
sería reforzar la profesionalización de las administraciones públicas
prácticamente eliminando los miles de puestos de asesores y cargos de confianza
en las administraciones públicas.
Como puede verse se trata unas
cuantas pinceladas de lo que constituiría un proceso de regeneración
democrática con mucho más alcance y profundidad de lo que algunos ahora
enarbolan como “el no va más”. Y, seguramente, habrá muchas otras medidas aquí
no expuestas que bien podrían integrarse en un catálogo de auténtica política
regeneracionista. Pronto veremos si lo que estamos observando estos días es un
simple juego floral de cara a la galería o si, de verdad, ha empezado un auténtico proceso de regeneración democrática. Mucho me temo que a la vista de
los interlocutores nos vamos a quedar en lo primero.
Santiago de Munck Loyola