Ha pasado una semana desde su
celebración y aún no se han desvanecido los ecos de la Diada de Cataluña. Lo
primero que destaca es el alcance de la manipulación histórica de los
independentistas que se plasma en la incongruencia que supone que un patriota
español como Casanova se haya convertido en símbolo central de las
celebraciones de la Diada. Tras las valoraciones iniciales de unos y otros, no
hay día que pase sin que se abra una nueva polémica en torno a esta celebración.
Ayer, era Luis del Val el que levantaba su voz y su indignación, compartida por
cualquier persona con sentido común, contra la manipulación de los niños en la Diada y su uso partidista en
los medios informativos dependientes de la Generalidad catalana.
Comparaba esta manipulación infantil con la que todos los partidos y regímenes
totalitarios hacen desde siempre con los niños y jóvenes. La primera respuesta
venía desde CiU alegando en su defensa que se trata de “pedagogía”, nada menos.
La segunda respuesta y, por supuesto amenaza, vino del portavoz del gobierno
catalán diciendo que no van a tolerar, como si en su boca tuviera algún
significado la palabra tolerancia, que se realizasen semejantes comparaciones
sobre la manipulación infantil, algo perfectamente legítimo para los
independentistas.
Al margen de lo anterior, lo
cierto es que estamos viviendo una situación política tremendamente complicada
y el panorama no es nada alentador. Buena parte de los políticos de una
importante región española quieren la independencia de la misma, quieren romper
España y llevan décadas poniendo todos los medios humanos y económicos
necesarios y todo su empeño para conseguirlo. Lo que hoy vivimos no es un nuevo
e improvisado problema, es el resultado de un largo proceso en el que políticos
nacionales y regionales, los agentes sociales, los medios de comunicación y el
conjunto de la sociedad tiene su cuota de responsabilidad. Los partidos
nacionales no han tenido inconveniente alguno en realizar cesiones con el fin
de asegurarse mayorías parlamentarias y han sido incapaces de pactar un modelo
de estado estable o de reformar una Ley electoral que sobre representa a los
independentistas mientras penaliza a otras fuerzas minoritarias de proyección
nacional. Buena parte de la antaño izquierda solidaria y con vocación
internacionalista se ha reconvertido en independentista renunciando a sus
propias señas de identidad sociales. La sociedad española en su conjunto ha
permanecido pasiva mientras durante años los independentistas han ido tejiendo
una red clientelar y difundiendo una versión falseada y victimista de la
historia española. Hace tiempo que los sindicatos debieron decidir que ésa no
era su “guerra” obviando la progresiva desigualdad de derechos entre los
ciudadanos españoles en función del territorio y los evidentes peligros para el
sostenimiento del estado de bienestar, incluida la caja común de las pensiones
o de las prestaciones sociales.
Cataluña es hoy la comunidad
autónoma más endeudada en términos absolutos y como tal carece de viabilidad
económica sin las ayuda del Estado. Sus dirigentes no son capaces ni tan
siquiera de aprobar el presupuesto anual y todo ello pese a haber sido los
pioneros en los recortes sociales. No tienen dinero para luchar contra la desnutrición
infantil, pero sí para seguir alimentando numerosos canales de televisión,
pseudo embajadas o cualquier organización independentista. El actual gobierno
catalán heredó una administración arruinada por el tripartito uno de cuyos
socios lo es hoy del nuevo gobierno a nivel parlamentario. La presión
independentista de los políticos catalanes ha aumentado paralelamente a la
evidencia de su incapacidad de poner orden en las cuentas y de gestionar
racionalmente las instituciones. Y del mismo modo, el ruido independentista
catalán ha aumentado, coincidencia o no, en perfecta sincronía con la
disminución del ruido de los asesinos de la ETA. En su agenda política la independencia está
muy por delante de la satisfacción de las necesidades y de la solución de los
enormes problemas de sus ciudadanos, lo que ofrece una clara idea de la ética
que mueve a muchos políticos.
Los mal llamados nacionalistas,
pues siempre han sido independentistas y así habría que denominarlos, han ido
apretando las tuercas a los partidos nacionales, dando pasos, poco a poco,
siempre encaminados hacia un mismo fin. Cada pequeña cesión del estado ha
supuesto contribuir con un ladrillo más al levantamiento del muro
independentista. La cesión de determinadas competencias a las comunidades
autónomas supuso un tremendo error sobre todo cuando con ello se quebraba el
sagrado principio de igualdad entre todos los españoles o cuando se dejaba en
manos de los independentistas el cultivo de nuevas generaciones educadas en falsos
mitos históricos y en el odio a España. Los nacionalistas – independentistas
nunca han sido leales con el estado democrático. La reivindicación de las
peculiaridades propias, el victimismo permanente o el simple chantaje
parlamentario han servido para separar y construir el camino de la
independencia. Desde la admisión de aquel engendro gramatical de “regiones y
nacionalidades” hasta la aprobación del último Estatuto catalán que no fue
respaldado ni por la mitad de los electores de la Comunidad, ninguna cesión ha
servido para aplacar la sed de los independentistas. Por cierto que hay que
recordar que cuando entró en vigor este último Estatuto, los socialistas se
apresuraron a acusar a los populares de fallidos adivinos proclamando que ya
había Estatuto y que no se había roto España. Ya, pues si no está rota está a
punto. También la aprobación de ese Estatuto evidenció que las prioridades de
la clase política catalana no son exactamente las mismas que las prioridades de
los ciudadanos que no lo respaldaron mayoritariamente.
El derecho a decidir y, por
tanto, a celebrar un referéndum ilegal para proclamar la independencia de
Cataluña es el eje del debate diario. Los independentistas no tienen ningún
reparo en asumir la involución ideológica que supone sustituir el concepto de
soberanía popular por el de soberanía nacional. Ya la Constitución Española
supuso una sustitución de las reivindicaciones de descentralización
administrativa por la descentralización política y las competencias
legislativas de los parlamentos autonómicos han supuesto en la práctica una
fragmentación escalonada de la soberanía del pueblo español. Las instituciones
catalanas cuya legitimidad se asienta en la Constitución Española y que son
parte inherente del Estado español están siendo utilizadas para quebrar la
soberanía que les otorgó y otorga su legitimidad. El problema que se plantea en
el fondo es decidir quién tiene derecho a decidir y dónde se establece ese
límite. ¿Son los españoles en su conjunto como determina la Constitución? ¿Son
los catalanes? ¿Podrían los habitantes de cualquier Provincia o Municipio
ejercer ese derecho a decidir? ¿Por qué los independentistas catalanes niegan a
los habitantes del Valle de Arán el ejercicio del derecho a decidir?
Lo peor es que frente al desafío de
los secesionistas el gobierno ofrece diálogo y negociación, pero no señala ni
avisa sobre lo que no se puede negociar. Incluso algún Ministro ha manifestado
que habría que buscar un nuevo estatus par Cataluña, algo que desde hace tiempo
vienen repitiendo los socialistas quienes no saben en qué consistiría. Todos
parecen ignorar que modificar una vez más las normas en la dirección deseada
por los independentistas no va a aplacar sus ansias. Proponer machaconamente
que la solución se encuentra en una estructura federal del estado es una
falacia más. Los independentistas tampoco quieren una España federal que
supondría la misma estructura organizativa para todas las regiones. Una España
federal acabaría con la cursilada del hecho diferencial como justificación de
sus pretensiones. Y para qué hablar del federalismo asimétrico que viene a ser
como el círculo cuadrado.
Todo parece indicar que se
avecinan tiempos mucho más revueltos y que nuestra clase política no está a la
altura por su mediocridad y por la ausencia de un verdadero sentido de estado.
Lo que los políticos no quieren o no saben hacer puede ser suplido, aunque sea
mínimamente, por la actitud y los gestos diarios de los que nos sentimos
españoles. Tan legítimo es ser nacionalista catalán como nacionalista español y
tan legítimo es reivindicar dentro de la ley sus postulados como defender sin
complejos y con gestos concretos la necesidad de una España unida e íntegra.
Santiago de Munck Loyola