Si hay una práctica
verdaderamente extendida en nuestro país se trata de las llamadas comidas de
trabajo o de negocios. Muchas veces da la sensación de que no se termina de
traspasar el umbral de la relevancia empresarial o política, en su caso, si no
se celebran estos encuentros gastronómicos. Todo empresario o político que se
precie ha de tener en su agenda un importante número de citas semanales para
desarrollar esta peculiar forma de abordar asuntos que se suponen serios e
importantes. A más ágapes, más relevancia social del comensal. Al margen de las
dudas que cada cual pueda albergar sobre la eficacia y la conveniencia de estos
eventos gastronómicos para la conclusión de operaciones mercantiles, lo cierto
es que no son pocas las que terminan por frustrarse o por concluirse al calor
de los manteles de los restaurantes. No son pocos los empresarios que utilizan
estas comidas para agasajar e intentar impresionar a sus invitados o,
simplemente, para conocerles un poco mejor en un ambiente diferente al
estrictamente profesional. Cada empresario es muy libre de emplear su dinero
como mejor le parezca y si considera conveniente hacerlo en nutrir a su
invitado y posible socio comercial está en su derecho. Se trata de una
inversión más que podrá o no terminar por reflejándose de forma positiva en su
cuenta de resultados.
Esta costumbre de las comidas de
trabajo o de negocios se ha introducido sin ninguna dificultad en el ámbito de
la vida pública, en el de las administraciones, de los partidos políticos o los
sindicatos. Lo cierto es que su celebración tiene más difícil justificación en
muchos casos. Cuando se realizan con ocasión de la concertación de contratos
entre particulares y las administraciones, procedimientos perfectamente
reglados, no tiene ningún sentido que políticos o técnicos participen en las
mismas con los empresarios “contratandos” o contratados. Pero no son éstas las
únicas que se celebran. Hay muchas otras en las que entre los comensales no hay
ni va a haber ningún vínculo económico, sino que se trata de encuentros entre
políticos o entre éstos y otros sectores sociales encaminados a la negociación
y a la consecución de acuerdos con repercusiones públicas.
Y nada habría que objetar a esta
práctica en la vida pública si no fuera por un detalle sustancial que se
produce cuando las facturas de estos encuentros gastronómicos las terminan
pagando los contribuyentes. El dinero del contribuyente no está para pagar
comidas en restaurantes, la mayor parte de ellas innecesarias, a gente que,
además, recibe un sueldo público más que suficiente para atender a sus
necesidades básicas, incluidas las comidas. La clase política y sindical está
sostenida económicamente por los presupuestos públicos. Les pagamos para trabajar
por la sociedad y no por comer por ella en restaurantes de lujo.
A lo largo de los últimos años se
ha producido un tremendo relajamiento de los principios éticos y del concepto
del servicio público que ha llevado a que no pocos de los miembros de la clase
dirigente lo confundan con servirse de lo público. Hace pocos meses era noticia
la cafetería-restaurante del mismo Congreso de Diputados en la que, al igual
que en otras cámaras legislativas autonómicas, los contribuyentes
subvencionamos a sus señorías hasta los cubatas que se atizan en nombre de la Patria.
Y en estos días veraniegos
estamos conociendo el no va más del “fiestorro” permanente de la clase
dirigente de nuestro país, en su vertiente político-sindical. Al escandalazo de
los cerca de 1.000 millones de euros que la Junta de Andalucía ha dilapidado en el caso de
los EREs falsos, se suman ahora algunas revelaciones sobre el uso de fondos europeos
de formación a los parados que ponen de manifiesto la catadura moral del
socialismo español en su vertiente sindical. Más de 12.000 euros gastados en
marisco, tapitas y alcohol en la
Feria de Sevilla en la caseta de UGT a cuenta de los
contribuyentes y todo ello, como no, disfrazado con la manipulación de facturas
bajo el concepto de comidas de trabajo de la negociación colectiva. ¡Hombre!
Hay que reconocer que bajo los efectos etílicos de una buena cogorza de fino se
debe negociar con más soltura. Y cuando no se trata de comilonas, se encubren
otros gastos como los correspondientes a movilizaciones para la huelga bajo
otros conceptos pero siempre malversando fondos públicos destinados a la
formación de los desempleados andaluces.
Es evidente que aquí no funcionan
con eficacia los controles sobre el uso del dinero público. Las supuestas
comidas de trabajo se han convertido en un auténtico coladero en unas ocasiones
para encubrir las facturas de encuentros gastronómicos particulares y en otras
para colar juergas de unos desaprensivos que usan el dinero público como si
fuera suyo o como si no fuera de nadie. Y todo ello en un país donde la
desnutrición infantil y las enfermedades asociadas a la misma han hecho
aparición en no pocas localidades.
Dado que confiar en el buen
juicio de la clase dirigente, honrada en su mayor parte, no evitará que se
sigan produciendo semejantes abusos mucho más sencillo y práctico sería confiar
en el sentido común y que cada uno se pague de su bolsillo lo que coma. Con
dinero público, ni una comilona de trabajo más.
Santiago de Munck Loyola